Cómo aprendí a leer

Como una niña que se niega a comer lo que le ponen en el plato, la protagonista de este libro no entendía las líneas que pasaban ante sus ojos y escupía las palabras. Le gustaban la brevedad, la música y las imágenes de la poesía, pero obstinadamente se negaba a tragar las grandes novelas. A veces, los planes ideados por su padre, un prestigioso pediatra, la llevaban a leer novelas negras que sí la cautivaban; pero nunca Madame Bovary, por ejemplo. Entusiasta y optimista desde bebé, la protagonista —que no es otra que la propia autora, Agnès Desarthe— pensaba que al acceder al lenguaje estaría en condiciones de decirlo todo. Habría una palabra para cada sensación, para cada cosa vista, tan eficaz como el dedo que apunta al cielo con un grito inarticulado y que significa al mismo tiempo: avión, velocidad, flecha, ruido, miedo, belleza, relámpago, cohete, estrella, azul. Pero las palabras, sentía Agnès ya de adolescente, «eran imprecisas, poco numerosas, rígidas y ocupaban mucho espacio». Hasta que todo cambió. Eso sí: muchos años después.
 

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2014 Periférica
168
978-84-92865-66
Valoración CDL
3
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Relato autobiográfico en el que la autora narra, como punto de partida, sus relaciones con la lectura desde los primeros años en el colegio hasta llegar a la Escuela Normal Superior: encuentros y desencuentros que finalmente van a desembocar en su vocación como autora y  traductora; porque solo cuando realmente sabes leer, te das cuenta de todo lo que te falta para tener talento, genio, “oficio” de escritor. Así, explica que especialmente significativa era su facilidad para utilizar las letras al principio, pero sin comprometerse con el fondo: “Leo sin dificultad…, pero falta un eslabón entre el recorrido de mis ojos sobre la página y el de mi imaginación” (p. 21). Leer mecánicamente, descifrar una cadena de letras, es fácil. Sin embargo, comprender para qué sirve leer puede ser una amarga travesía, un viaje profundamente enigmático.

En ese largo recorrido, algunos de sus maestros van a ejercer un papel fundamental, porque ellos son los que nos ayudan a descubrir las ideas, los que nos acercan al fondo de los libros: solo cuando conocemos el artificio, el artilugio, la estructura, la teoría de la creación podemos dominar el texto y entender la lectura; solamente así se puede pasar del sentido literal al sentido metafórico o figurado, al universal y, en último lugar, al trascendente.

Pero, poco a poco, su relación con la lectura se va convirtiendo en un pretexto para hablar de otros aspectos más profundos: la emigración, el desarraigo, el racismo, el acoso sexual. La familia de su padre huyó de Libia y de Argelia hasta llegar a Francia, la familia de su madre provenía de Rusia de donde había sido deportada, ¿sus descendientes nunca serían lo bastante franceses para leer a los clásicos nacionales en lengua francesa? El rechazo de la lectura es entonces una cuestión de identidad, esos libros clásicos eran un espejo en el que la autora no se veía reflejada: una cuestión personal entre el exilio y la lectura, entre la persecución y la deportación frente a la lectura. La lengua materna (el árabe o el ruso), la de sus abuelos y la de sus padres, está bajo el dominio de otro idioma: el refugiado frente a la lengua del otro país, una lengua extranjera, una lengua extraña.

Con un lenguaje ameno y cercano, a veces coloquial, la autora narra en primera persona sus vivencias, experiencias, sentimientos: un largo monólogo para llegar a descubrir la importancia de conocer “¿desde dónde se escribe?”, para poder saber  “¿desde dónde se lee?”.