El busto del emperador

"Como todos los austríacos de aquella época, Morstin amaba lo permanente dentro de la constante transformación, lo usual dentro del cambio y lo conocido dentro de lo inusual. De este modo, lo extraño se le hacía familiar sin perder su color; y de este modo, la patria poseía la eterna magia del extranjero". Escrito en 1935, este breve relato se ocupa de uno de los grandes temas de Joseph Roth: el derrumbe del imperio austro-húngaro tras la Primera Guerra Mundial y los estragos que la pérdida de una patria antigua-simbolizada aquí por el busto del Emperador-causó en la conciencia europea. La concisa y melancólica narración de Roth nos llega hoy cargada de actualidad, y acaba prefigurando cómo la creación de fronteras-geográficas, ideológicas, religiosas o culturales-desemboca en una reducción inquietante del horizonte humano.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2003 Cuadernos del Acantilado, 4
64

Escrito en 1935, esta edición ha sido traducida por Isabel García Adánez

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(Opinión de fcrosas)Es una excelente novela breve, que hará las delicias de los aficionados a la literatura centroeuropea de entreguerras. Sirve además como triaca contra los nacionalismos, tan rabiosos ahora mismo por estas latitudes europeas.

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Desde 1930, es conocido Joseph Roth de los lectores españoles. En esa fecha público Luis López-Ballesteros su excelente traducción de Job, una de las obras maestras del autor, y vio también la luz A diestra y siniestra. Durante la postguerra, conoció Roth algunas desafortunadas traducciones, que es mejor olvidar.
Fue hacia finales de los setenta y primeros ochenta cuando comenzó la recuperación del magnífico novelista centroeuropeo. Se han venido publicando así los mejores títulos del autor en editoriales diversas y más recientemente en Acantilado. Mientras tanto, se da a conocer en España esta joyita deliciosa y dramática, El busto del Emperador, publicada en 1935, que actúa a modo de enganche entre La marcha de Radetzky y La cripta de los capuchinos en efecto, entre la apoteosis de la monarquía del Danubio y la ceniza de su derrota y el acatamiento definitivo a través del último representante de la dinastía Trotta, Franz Ferdinand, que presencia el Anschluss (1938) y ese mismo día se dirige a visitar el enterramiento bienes de los Habsburgo (La cripta), entre la sinfonía de la primera novela y la sonata de la última, decimos, se despliega este pequeño concierto de cámara, esta nouvelle.

Una novela corta pero también un mundo: el mundo del imperio austrohúngaro que Roth pinta con caracteres idílicos. Fenecido el imperio, vio lo que había perdido; este socialista profundo, judío e hijo de padre desconocido, nacido en la Ucrania imperial, comprendió que, pese a sus carencias, la monarquía danubiana había sido su patria, que la monarquía amparaba a pueblos y etnias diferentes que encontraban sus raíces en la vieja estructura autoritaria pero liberal a su manera, teocrática pero generosa, injusta a menudo pero misericordiosa, arcaica y, si embargo, eficaz en su condición centrípeta y unitaria.

Por eso escribió estas tres novelas, porque la añeja organización imperial había servido de antídoto contra el nacionalismo y la exacerbación racial. El sincero socialista que alentaba en Roth comprendió en el forzado destierro de su patria perdida -primero en Alemania, después, a partir del advenimiento nazi, en Francia-, que peor que la penuria económica era la furia desatada de los nacionalismos, que se llevaban por delante todas las diversidades -idiomáticas, culturales y étnicas- y conducían a Europa a la barbarie. Tal es el fondo que nutre estas novelas, no la mera nostalgia, aunque ésta también exista y muerda el alma del narrador, que canta el pasado imposible y lamenta el presente mediocre.
La situación narrativa de El busto del Emperador describe la dramática incapacidad del conde Morstin, señor patriarcal de un pueblecito de la Galitzia oriental, para adaptarse a la pérdida de la patria, el imperio austrohúngaro. Tras la emocionante peripecia del Conde, que alcanza momentos sublimes, alienta el lucido alegato contra el nacionalismo. Morstin no entiende por qué se ha cambiado un territorio amplio, una nación y un poder por la multiplicidad de fragmentos territoriales, nacionalidades y poderes. Su "incomprensión" está hoy más viva que nunca.
Miguel García-Posada (El Cultural de ABC, 2.8.2003)

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Este breve relato, escrito en 1935, no tiene desperdicio. Las consecuencias del hundimiento del imperio austro–húngaro es el tema central de las obras de Joseph Roth (1894–1939). En esta, nos presenta la figura del conde Franz Xaver Morstin, de origen italiano, en un rincón de la antigua Galitzia, anexionado a Polonia después de la Gran Guerra, que se resiste a aceptar ese cambio. Hombre generoso con los habitantes de Lopatyny, su actitud idealista se manifiesta en el busto del viejo emperador Francisco José, que mantiene en la entrada de su casa hasta que las nuevas autoridades le obligan a retirarlo. Aún entonces hará una nueva pirueta para permanecer fiel a sus principios hasta su muerte. Roth trata a su personaje un tanto estrafalario con ternura e ironía, pero a través de su conducta y de sus opiniones ofrece su punto de vista, lleno de lucidez, sobre los nacionalismos y sus consecuencias. El tiempo le dio la razón y la frase del dramaturgo austríaco Grillparzer que transcribe se cumplió al pie de la letra pocos años después con el nazismo: "De la humanidad a la bestialidad por el camino de la nacionalidad". En ese sentido, el relato, que literariamente es excelente, no ha perdido vigencia en sus plantemientos de fondo y es una inteligente crítica a las actitudes nacionalistas radicales, xenófobas, racistas, a las fronteras. Roth, como el viejo conde, aprecia la variedad, la riqueza cultural, el respeto por las ideas de los demás, y pensaba que la monarquía austro–húngara había conseguido precisamente su deseo de que nadie se sintiera excluido: "los pueblos buscan en vano eso que llaman las virtudes nacionales, más dudosas aún que las individuales. Por eso odio las naciones y los estados nacionales. Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitaciones, para muchos tipos de personas. Esa casa la han repartido, dividido, hecho pedazos. Allí no se me ha perdido nada. Estoy acostumbrado a vivir en una casa, no en múltiples compartimentos".