Arma poderosa es la lengua, para bien o para mal. Podemos leer, decir o escribir las palabras más hermosas, las más profundas, las más divertidas, las más apasionadas, pero también las más abyectas, las más ponzoñosas, las más disgregadoras, las más hirientes. Cuántas veces se arrepiente uno de lo que ha dicho, cuando ya es demasiado tarde. En cambio, qué paz suele dar haberse callado a tiempo.

                Las heridas que suelen dejar los juicios temerarios, las injurias, las difamaciones, las burlas, las murmuraciones, las calumnias difícilmente cicatrizan. Si uno roba, tiene que restituir lo robado; en cambio, con qué facilidad se olvida que hay obligación de reparar cuando se ha herido el honor y la fama de alguien. No resulta fácil, porque lo que se ha dicho o escrito ahí queda y deja manchas muy difíciles de borrar completamente, una vez puesta en duda la honorabilidad de otra persona.

                Por esto, me parece muy recomendable La difamación, de Ángel Rodríguez Luño, que acaba de publicarse (Rialp). Que nadie piense que el asunto no va con él, con qué precipitación y frivolidad hablamos a veces en tertulias, en el trabajo, en casa…, sobre los demás, tanto presentes como ausentes, y así, casi sin darnos cuenta, podemos ir sembrando cizaña a nuestro alrededor o movernos en un amiente de sospecha permanente que hace mucho daño.

                Todo profesional tiene obligación de guardar el silencio de oficio (médicos, abogados, jueces, profesores…), pero en algunos casos aún es más grave la responsabilidad de ser objetivos, veraces y prudentes antes de enjuiciar a nadie, como ocurre con los trabajos relacionados con los medios de comunicación. Sin embargo, no sucede siempre así y podemos acostumbrarnos a ese ambiente de búsqueda de noticias sensacionales –casi siempre superfluas y poco o nada verificadas– y por medios no siempre lícitos, para obtener más difusión o más ventas o sencillamente para despertar en los receptores del mensaje una curiosidad morbosa sobre la intimidad de los demás.

Me impresionó lo que me dijo un amigo sobre su madre, que acababa de fallecer: "jamás permitía que se hablara mal de nadie estando ella presente". Me pareció una conducta realmente admirable e imitable.

 

Luis Ramoneda