Defensa de la Filología

 

Sucede con cierta frecuencia que amigos y conocidos me piden que revise textos escritos por ellos. En algunos casos, se trata incluso de autores con bastantes libros publicados y con buena capacidad para contar una historia, desarrollar unas ideas en un artículo o en un ensayo, escribir con agilidad periodística... Sin embargo, compruebo también –más a menudo de lo que sería deseable– que abundan los errores ortográficos (en la acentuación, la puntuación, el uso de mayúsculas) y también los morfológicos y sintácticos (anacolutos, faltas de concordancia, mal uso de los tiempos verbales…), lo cual me sorprende puesto que para estas personas la lengua es su herramienta de trabajo.

            Esto me lleva a dudar de la calidad de la enseñanza de la lengua en los planes de estudios  de primaria y secundaria y en los de las facultades de comunicación, entre otras. Hay quien sostiene que a escribir se aprende leyendo a buenos escritores. No dudo de que esto ayuda, pero quizá no sea suficiente. Estoy convencido de que estas personas que me piden asesoramiento son lectores habituales. Leer es indispensable, pero no estaría de más un repaso de la ortografía, de la gramática o de algún manual de estilo. Escribir bien no es nada fácil, pero lo primero que se espera de un escritor es que domine la lengua en la que escribe, que no la maltrate, y después que ponga todo su talento para divertirnos, convencernos o conmovernos.

            Tendría que ocurrir con la lengua lo que me contaron hace años sobre dos maquinistas de la Renfe. Viajaban en un compartimento y hablaban con entusiasmo de su trabajo, en un momento de la conversación, uno dijo al otro:

            –¡Hombre, ya sé que es exactamente lo mismo, pero la máquina es como la mujer!

            Para todos, la lengua tendría que ser algo querido, mimado, es como la madre, pero para quien trabaja con ella o gracias a ella con mucho más motivo. Además, de un modo u otro, todos somos escritores y, por tanto, todos tendríamos que ser un poco filólogos, es decir, amigos de la palabra, enamorados de la lengua propia y muy respetuosos con todas las demás.

 

Luis Ramoneda