Hace
unos días, en una entrevista a un periódico catalán, Mons.
Amato, Secretario de la Congregación para la
doctrina de la fe, recordaba los rebrotes actuales del arrianismo en ciertos
sectores de la sociedad. Es
llamativo como permanece, después de siglos, esta desviación de
la verdad cristiana.


 


            Hacía
pocos años de la muerte de
Orígenes (254), el gran Padre
de la Iglesia
Oriental, cuando Arrio (260-336) comenzó a proclamar
su particular modo de entender el misterio de la Santísima Trinidad.
Este sacerdote de Alejandría, hombre polemista y buen
conocedor de las Escrituras deseaba una explicación del misterio de la
Trinidad más inteligible para todos.


 


            Al
principio parecía seguir las enseñanzas de Orígenes cuando
hablaba de tres personas, hypostasis y una
sólo naturaleza divina. Pero empezó a subrayar tanto la
primacía de Dios Padre que acabó afirmando que era en realidad el
único Dios, y tanto el Espíritu Santo como Jesucristo no lo eran
en realidad.


 


            Los
libros, versos, canciones, con las que desarrolló su particular
visión fueron extendiéndose por los mercados, las plazas y las
ciudades.   Hasta tal extremo se
propagó que el orbe se despertó arriano. Fue un momento
dramático de la historia de la Iglesia, cuando parecía que
podría perderse la verdadera fe. Un momento crucial del que, una vez
más, la Iglesia fue salvada por la intervención del
Espíritu Santo.


 


            Lo
que no habían logrado las persecuciones romanas, sistemáticas y
crueles, o las herejías gnosticas del Siglo
II, parecía lograrlo aquella doctrina pegadiza. Una vez más se
comprobaba que la mente racional humana debe, ayudada por la gracia, ahondar en
los misterios de la fe. Pero
siempre guiados por el Espíritu Santo y el Magisterio de la Iglesia
auténtico interprete de la Tradición de los Padres y de los
sentidos de la
Sagrada Escritura.


 


            El
racionalismo resultaba aquietado con una figura humana de Jesucristo
perfectísima, generosa, audaz, profunda, entregada por los hombres hasta
la cruz. Un
hombre tan santo que merecería ser llamado Dios, pero que para Arrio y
sus seguidores no lo era. Con ello salvaban el maniqueismo:
la unión de la materia y el espíritu que rechazaban los
orientales. En realidad con ese cambio no se lograba más que una nueva
religión y por tanto una traición a la verdadera fe revelada por
Jesucristo que afirmó con su vida, 
hechos y milagros la divinidad, su unión inquebrantable de
naturaleza con Dios Padre. Si Cristo no era Dios no había Redención,
ni sacramentos, ni salvación.


 


            La
verdad se abrió camino en el Concilio de Nicea en el año 325.
Después vinieron otros Concilios que terminaron de precisar
teológicamente lo que había sido y era la vida de tantos millones
de cristianos de buena fe que vivieron y transmitieron la verdadera enseñanza
de padres a hijos hasta la actualidad.


 


            El
tema es de gran actualidad, pues periódicamente el arrianismo ha
intentado resucitar bajo diversas formas. Hoy día, una abundante
producción literaria vuelve a presentar los presuntos amores de
Jesucristo con María Magdalena y otros infundios,
detrás de los cuales está la negación de la divinidad de
Jesucristo.


 


José Carlos
Martín de la Hoz


 


 


Para leer
más:


 


Benedicto XVI (2007) Jesús
de Nazaret
, Madrid, La Esfera
de los libros


Sayés, J.A.
(2005) Señor y
Cristo
, Madrid, Palabra


Ratzinger, J. (2004) Caminos
de Jesucristo
, Madrid, Cristiandad