Hace
unos días un conocido director de cine, en unas declaraciones a un
conocido diario español, decía que no podía entender el
por qué de la evangelización cristiana. Es interesante volver a
los escritores eclesiásticos del siglo II para encontrar respuesta a esa
pregunta.


            Los discípulos de
Jesucristo, conscientes de ser poseedores de una Revelación divina, no
dejaron de proclamarla, como ya habían hecho  S. Pedro y S. Juan delante del
Sanedrín: “
Y llamándoles les
ordenaron que de ningún modo hablaran ni enseñaran en el nombre
de Jesús. Pedro y Juan, sin embargo, les respondieron: Juzgad si es
justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios; pues
nosotros no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Act 4, 18-20).


            Como
escribió Tertuliano, aquellos primeros discípulos testigos de la
divinidad de Jesucristo, de su muerte y gloriosa Resurrección y
Ascensión a los Cielos “se
dispersaron por el orbe, obedeciendo al precepto del Maestro, después de
haber también padecido de los judíos perseguidores, fiados de la
verdad, terminaron por sembrar con júbilo la sangre cristiana en Roma
cuando la persecución de Nerón”
(Tertuliano, Apologeticum, XXI).


            En
la Epístola a Diogneto se proclama la
divinidad de la tarea de la Evangelización y del propio Evangelio: “Porque no es, como dije,
invención humana ésta que a ellos fue transmitida, ni tuvieron
por digno ser tan cuidadosamente observado un pensamiento mortal, ni se les ha
confiado la administración de misterios terrenos. No, sino aquél
que es verdaderamente omnipotente, creador del universo y Dios invisible. El
mismo hizo bajar de los cielos su Verdad y su Palabra santa e incomprensible y
la aposentó en los hombres y sólidamente la asentó en sus
corazones”
(Epístola a Diogneto, VII).


            Precisamente
la santidad de sus vidas fue la mejor apología de la fe, como subraya Atenágoras: “Entre nosotros, empero, fácil es hallar a gentes sencillas,
artesanos y vejezuelas, que si de palabra no son capaces de poner de manifiesto
la utilidad de su religión, la demuestran con sus obras”
(Apología de Atenágoras,
11)
.


            Desde
el principio fue una
predicación evangélica sustentada en la mansedumbre y en la
persuasión: “Envioles en clemencia
y mansedumbre, como un rey envió a su hijo-rey; como a Dios nos le
envió, para salvarnos le envió; para persuadir, no para
violentar, pues en Dios no se da la violencia. Le envió para llamar, no para
castigar; le envió, en fin, para amar, no para juzgar. Le mandará,
sí un día como juez, y ¿quién resistirá
entonces su presencia?”
(Epístola a Diogneto, VII). Una predicación
que dio muchos frutos, como señala San Justino: “Y eso sin contar la muchedumbre incontable de los que se han
convertido de una vida disoluta y han aprendido esta doctrina, pues no vino
Cristo a llamar a los justos ni a los castos, sino a los impíos,
intemperantes e inicuos”
(Apología
de San Justino, I, 15)
.


 


            José Carlos
Martín de la Hoz


 


Padres Apostólicos, ed. Ciudad Nueva, Madrid 1992.


Padres Apologistas griegos, ed. BAC, Madrid 1996.