Familia contaminada

Cuando leo en la prensa que el grado de contaminación en las calles de Madrid es altísimo siempre pienso en que la única manera de darse cuenta es salir un poquito de la ciudad hacia la sierra, parar el coche y mirar para atrás. Entones uno ve la “boina”, indudable, inamovible, sucia y fea.  Pero en mi calle, en el parque que hay junto a mi casa, veo unos árboles otoñales preciosos, y un cielo azul agradable, y los niños jugando tan contentos. Pero la contaminación está ahí, y nos lo tienen que decir los expertos: hay un porcentaje de concentración de…

Hablando con unos cuantos amigos, matrimonios jóvenes, con uno, dos, tres hijos, considerábamos la gravísima contaminación ambiental que impide en nuestros tiempos una civilización medianamente normal de amor y generosidad. Hay una contaminación muy sería de hedonismo, llamémoslo egocentrismo, que dificulta grandemente el entendimiento entre marido y mujer, que impide casi siempre la llegada de los hijos, porque “hay que disfrutar de la vida”. Una contaminación de egoísmo de al menos un 80%.

Pero los organismos oficiales no dicen nada. No tienen un sensor en el ayuntamiento que les diga: “situación de peligro grave sin probabilidad de solución fácil: tenemos un grado muy alto de materialismo que apenas se ve, pero se está introduciendo por todas las rendijas de nuestra vida. Atención ciudadanos que la situación puede llegar a ser opresiva, irrespirable, que puede llevar a la muerte total de la sociedad occidental”. Eso no lo dice nadie, porque los sensores son de otro tipo y, a la mayoría de los políticos y a la totalidad de los empresarios, no les interesa detectarlo.

Si el ayuntamiento tomara medidas similares a las de la contaminación –¡no traigan los coches a la ciudad, por favor!, déjenlos en sus garajes-  si tuviera un detector de hipermaterialismo, debería empezar por cerrar los grandes almacenes. “Se pueden dejar las pequeñas tiendas por ahora, pero si siguen subiendo los niveles de egoísmo exacerbado habrá que tomar medidas más drásticas”. “Que nadie compre un coche nuevo salvo que tenga un certificado de que el anterior tiene ya diez años. En las farmacias solo se permite vender medicinas básicas, y todas con receta. No se permiten las cremas y potingues innecesarios”.

Y así habría que seguir con unas decisiones siempre incómodas y odiosas –¿a quién no le “indigna” que no le dejen traer el coche a la ciudad?- que irían rebajando poco a poco el grado de hedonismo disparado y, con el tiempo, podrían conseguir que muchas, muchísimas personas, se dieran cuenta de que no hay que hacer ningún caso a esa publicidad agobiante que nos convence de que para “estar bien” tienes que comprarte, cuanto antes, el último modelo de…

Esta sería una primera medida para intentar proteger a las familias, donde lo que importa es el amor, donde debe reinar el espíritu de servicio, donde se educa en valores y sobre todo en virtudes –para lo cual esas virtudes deben estar presentes en los padres-, unas familias en las que se puede hablar, porque los interlocutores, los esposos, piensan más en el otro que en sí mismos… ¿Habrá alguien que algún día se preocupe de la contaminación egocentrista?

Ángel Cabrero Ugarte