Honrar a los muertos

           

Al leer en la prensa las crónicas sobre la ceremonia de despedida de los restos mortales de Umberto Eco, junto a la insistencia en que se trataba de un homenaje laico, me han llamado la atención las referencias a Dios de algunos de los participantes en el acto, aunque sin olvidarse de subrayar su ateísmo.

Si tanto nuestro origen como nuestro final son fruto del azar y, por tanto, nuestra existencia carece de sentido –de por qué y de para qué–, quizá podríamos ahorrarnos las ceremonias fúnebres, porque, si procedemos de la nada y a la nada volvemos al morir, ¿qué diferencia habría entre enterrar un perro o un caballo y enterrar a un hombre? En el mejor de los casos, sería un acto penoso y muy triste, un brindis al nihilismo, a la desesperación, al sinsentido.

Sin embargo, los expertos han visto en el ancestral culto a los muertos una de las pruebas de que se trataba de grupos civilizados, es decir, humanos. Lo que lleva a honrar a los difuntos es precisamente la intuición o la creencia de que somos algo más que materia, de que hay un origen y un sentido que nos trascienden. Entonces, el homenaje sí tiene razón de ser e incluso belleza, pues se trata de un acto de gratitud, de amor, de consuelo y de esperanza, palabras a mi modo de ver difíciles de encajar en una concepción atea de la existencia.

El biólogo y teólogo anglicano Alister McGrath, profesor de Ciencia y Religión en la Universidad de Oxford, es autor de Inventing the Universe, que acaba de traducirse al español con el título de La ciencia desde la fe (Espasa, 2016). En este ensayo, trata de contrarrestar los argumentos de los integrantes del Nuevo Ateísmo y sostiene que, cuando la ciencia y la fe no se apartan de sus respectivos campos de conocimiento y conviven en armonía, nos permiten comprender mucho mejor tanto el universo como al hombre.

 

Luis Ramoneda