Decía
hace unos años un viejo historiador que "España es como el
rey Midas: todo lo que toca entra en decadencia". Y, para ilustrarlo,
recordaba la serie de monedas de oro que los monarcas españoles enviaron
a Roma para el embellecimiento de la Basílica de Santa María la Maggiore. Felipe
II, envió monedas de oro macizo, Felipe III oro con
menos ley y, finalmente, Felipe IV plomo con un barniz de oro.


            La
decadencia es un fenómeno muy antiguo, que, al decir de San Cipriano, en
el siglo IV ya era muy conocido por los clásicos de la antigüedad. Las
culturas, las sociedades, como los hombres, nacen, se desarrollan y terminan
decayendo hasta la muerte. A
unas culturas les suceden otras como a los hombres otros.


            Son
bien conocidas las diversas reacciones ante la entrada de Alarico en Roma en el
413, que marcó el comienzo del final del imperio Romano. Un imperio y
una cultura que parecían eternas, pero que acabó en la decadencia. San
Jerónimo escribió, ante el fin del mundo, su
tratado de viris ilustribus
para dejar constancia, para la memoria, de los grandes hombres que
habían construido la civilización romana. San Agustín, en
cambio, escribió el De civitate Dei, para dejar claras tres cosas: primero,
que la decadencia había sobrevenido por los pecados de los hombres,
segundo para que quedara constancia de que la Iglesia no estaba unida a ninguna
cultura y, tercero, que el futuro era evangelizar a los bárbaros que
tomarían el poder.


            Efectivamente,
poco a poco, del desastre se alumbró la cultura Europea
que prosiguió la andadura hasta el siglo XVI. Entonces, ante la
insatisfacción general, la rigidez de las instituciones y la movilidad
de los hombres, en la era de los descubrimientos marítimos, brotó
el protestantismo y una nueva Europa con  un mundo nuevo en América.


            Así
llegamos a 1968, con las inquietudes de la revolución de mayo, las
estructuras obsoletas de la posguerra europea y sus rigideces  y la movilidad de las naves en la luna,
surgió otra nueva cultura, la de la globalización, la de los avances
científicos, la de los movimientos migratorios.


            Estamos
en el final de una época y el comienzo de otra. Es el momento de que los
cristianos vivamos aquellas palabras de San Josemaría:
"
En la
línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no,
donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís
santamente la vida ordinaria"(Amar al mundo
apasionadamente, n.116).
Es necesario que desde
el Evangelio hecho vida en nuestras vidas aportemos luces a la nueva cultura
que está surgiendo, mientras decae la cultura de la postmodernidad y del
pensamiento débil y mientras se derrumban las últimas
resistencias de la dictadura del relativismo.


 


José Carlos Martín de la Hoz


 


Para
leer más:


 


Escrivá de
Balaguer, J. (2007) Amar al mundo
apasionadamente
,  Madrid,Rialp


Hahn, S. (2007) Trabajo
ordinario, gracia extraordinaria
, Madrid, Rialp


Rhonheimer, M. (2006) Transformación
del mundo
, Madrid, Rialp