La enfermedad de la juventud (Jaime Nubiola)

Desde hace unos años, al compás de la progresiva

reforma de la educación universitaria que en el mundo académico identificamos

genéricamente con el nombre de "Bolonia", vengo haciendo que mis

estudiantes escriban ensayos filosóficos a lo largo del curso sobre los autores

estudiados —Peirce, Wittgenstein, Austin, Quine, etc.— o incluso a veces sobre

temas que les interpelen personalmente. La lectura detenida de estos textos es

para mí una fuente continua de aprendizaje. Hace unas pocas semanas una valiosa

estudiante me escribía sobre "el escepticismo como una enfermedad del

alma", quizá sin darse cuenta de que ésta es hoy en día la enfermedad que

afecta más gravemente a nuestra juventud.

El reciente

informe Jóvenes Españoles 2005, patrocinado por la Fundación Santa

María, proporciona muchos datos en apoyo de este diagnóstico. Según los

resultados de una encuesta a 4.000 jóvenes entre 15 y 24 años, los jóvenes se

ven a sí mismos como consumistas, egoístas, preocupados sólo por el presente,

con poco sentido del deber y del sacrificio. Para los autores del informe, uno

de los datos más preocupantes de su estudio es precisamente el que "los

jóvenes del año 2005 tienen una baja autoestima que además es notoriamente más

acentuada que la de los jóvenes del año 1994". Lo que quieren es

simplemente vivir al día, no tener problemas en casa y poder salir con los

amigos en el fin de semana hasta el amanecer. No son revolucionarios, ni tienen

interés en sus estudios o en el trabajo. Estos valores —explica el sociólogo

Javier Elzo, uno de los autores— "denotan una situación de inestabilidad,

inseguridad e incertidumbre personal, y apelan a la amistad, la gratuidad, la

relación íntima y en profundidad con otra persona como grandes querencias de su

vida, como sus primeros y principales objetivos vitales". Los jóvenes se

refugian en lo privado, en la familia y en los amigos: están instalados en la

adolescencia y se vuelcan en el ocio, que se ha convertido en un elemento

central de sus vidas para el 92% de los encuestados, muy por delante, por

supuesto, de los estudios o del trabajo.

"Conciben

el trabajo como un medio instrumental para conseguir dinero —explicaba Pedro

González Blasco, director del informe—, pero se realizan fuera de él".

Pocos son los jóvenes que quieren realmente aprender, que quieren estudiar de

verdad, menos todavía los que quieren cambiar el mundo. Cuántos estudiantes

llegan a la Universidad por pura inercia, con el deseo de obtener un título

sólo para dar gusto a sus padres. Muchos de nuestros jóvenes, aunque hayan

cumplido ya los veinte años, se encuentran en una situación de adolescencia

prolongada: no quieren luchar por hacer un mundo mejor, les basta con un mundo

más fácil. "Los padres querían cambiar el mundo; los hijos, como han visto

que no se puede cambiar y encima no encuentran trabajo, se conforman con

bebérselo metido en un botellón", expresó un periodista. Realmente

impresiona acercarse una noche de viernes o sábado a un macrobotellón o a un

botellón ordinario. Cuando era joven emborracharse era algo que ocurría

accidentalmente por la mezcla de bebidas o por lo que fuera, pero nunca era

algo que se buscara deliberadamente. Ahora los chicos y chicas de catorce años

en adelante salen para emborracharse con sus amigos y en una elevada

proporción para consumir la droga que han "pillado" —como dicen en su

jerga juvenil— en los días precedentes. Viven toda la semana preparando la

salida del fin de semana: con quién van a salir, dónde van a ir y qué van a

consumir.

¿Por qué esto

es así? Las conductas humanas son complejas, sujetas a modas y fluctuaciones, y

de ordinario no tienen explicaciones simples, pero me parece que la alumna que

escribía en su ensayo que el escepticismo es una enfermedad del alma estaba

dando precisamente en la diana. En la puerta de mi despacho tengo puesto un

letrero con una frase del científico y filósofo norteamericano Charles S.

Peirce que dice —en inglés— que "la vida de la ciencia está en el deseo de

aprender". Esta cita es una invitación a los estudiantes para que entren

en mi despacho a preguntar, pues la ciencia vive de las inquietudes y preguntas

de quienes comienzan. Por el contrario, la denominada "cultura del

botellón", esto es, la forma de vida de los jóvenes que se emborrachan

cada fin de semana, está constituida por aquellos que han renunciado en su vida

práctica a hacerse más preguntas, por quienes han decidido que no compensa

pensar y que basta con hacer como los demás para evitar el mortal aburrimiento

en el que habitualmente viven. Se emborrachan para desconectar de sus estudios

y de sus padres; para lograr una sensación de felicidad que les libere al menos

por unas horas del aburrimiento vital. A muchos les basta con pasar

mortecinamente los días de la semana y sentir que viven en el fin de semana

gracias al alcohol y a otras sustancias estimulantes consumidas en compañía.

El

aburrimiento escéptico es la actitud fundamental de muchos jóvenes. Como ha

escrito el experto alemán Anselm Grün, "son incapaces de entregarse a

algo, de entusiasmarse por algo. No pueden vivir el momento. Para sentir que

viven tienen que experimentar siempre algo nuevo. Para los violentos, la fuerza

bruta contra otros es el único modo de sentirse a sí mismos. El que es incapaz

de vivir, vivirá a costa de otros, tendrá que golpear a otros para sentirse a

sí mismo vivo". Este tipo de experiencia da quizá razón de esos penosos

acontecimientos en los que jóvenes desalmados han quemado a una mendiga en un

cajero automático o han apaleado a indigentes, grabando además las escenas en

sus móviles para ufanarse luego de sus fechorías.

Nuestros

jóvenes se emborrachan porque se aburren: ahí está el problema vital. Se

aburren porque han clausurado su capacidad de aprender de sus maestros, de sus

padres, de sus profesores. En sus Lecciones de los maestros, Steiner

escribe que "enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de

más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de

la integridad de un niño o de un adulto. Una enseñanza deficiente, una rutina

pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en

sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la

esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina". Nuestros

jóvenes se aburren porque sus profesores han matado sus ganas de aprender. Sólo

si los profesores están persuadidos de que su tarea educativa es lo que la

humanidad necesita, lograrán contagiarles la ilusión por aprender, el afán por

hacer progresar la ciencia y por construir entre todos una sociedad más justa.

Los jóvenes

están dispuestos a seguir a los maestros que son auténticos, que dicen lo que

piensan, que viven lo que dicen, que les quieren y no tienen reparo en que se

note. La enfermedad de la juventud es efectivamente su escepticismo y para

curarla no hay mejor medicina que el amor inteligente de los maestros.

Jaime Nubiola

Profesor de Filosofía, Universidad de Navarra

Para leer más:

Pierpaolo Donati, Manual de sociología de la familia
style='font-weight:normal'>, Eunsa 2003


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Roger Shattuck, Conocimiento

prohibido, Punto de lectura 2001


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Enrique Martín López,
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Familia y sociedad. Una introducción a la

sociología de la familia, Rialp 2000


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