Las raíces del relativismo

 

Entre los años setenta a noventa del siglo pasado, la madrileña editorial, Magisterio español, fue publicando en lengua castellana, una colección de trabajos, bajo la dirección de Luis Clavell y con el atrevido título de “Crítica filosófica”, en los que se reunían ediciones comentadas de las grandes obras de la filosofía moderna y contemporánea que más habían influido en el pensamiento del final del siglo XX y, lógicamente, en el ambiente cultural de la época.

Entre otras magníficas obras que se contienen en esta colección, deseamos ahora detenernos en el estudio crítico del libro, El tratado sobre la tolerancia (1763), escrito por el padre de la ilustración francesa, François Marie Arouet, llamado comúnmente Voltaire, y que fue realizado por el actual Prelado del Opus Dei, el entonces joven teólogo y pensador Fernando Ocáriz Braña.

En realidad, Voltaire más que un gran pensador o un verdadero filósofo, es un escritor de talento que supo divulgar como nadie el espíritu de la Ilustración o iluminismo, en el que se encuentran, como sus raíces, tres herencias fundamentales; una cartesiana la del inmanentismo; una carga profunda del empirismo inglés y una confianza desmesurada en la ciencia.

A su vez, esos principios podrían verse en sensu contrario y enunciarse como la desconfianza hacia toda autoridad, tanto espiritual, eclesiástica y espiritual, como civil o regia y finalmente la del derecho. En definitiva, Voltaire propuso un relativismo desconocido.

Es interesante lo que nos sugiere el análisis del Profesor Ocáriz: “Ya los deístas ingleses habían indicado el camino: desde el intento de aislar el elemento esencial cristianismo de sus superestructuras teológico-eclesiales, hasta la búsqueda del elemento natural, es decir, racional de las religiones positivas; desde la idea de tolerancia religiosa hasta un fundamental escepticismo religioso, que constituye a la vez la condición y el resultado del concepto mismo de tolerancia” (10). 

Al desconfiar de la vida futura, los ilustrados de Voltaire, proponían una felicidad plena ya en este mundo y para todos. Es lógico, por tanto, que la propusieran como autónoma, individualista y sin límites. Lo interesante es que esa utopía ha perdurado hasta nuestros días: “la herencia iluminista está viva y operante en todo el pensamiento contemporáneo” (13).

Voltaire tenía, asimismo, una confianza ciega en el progreso de la ciencia, a la que consideraba la nueva religión que derrumbaría la superstición y los mitos de la dogmática cristiana. Era profundamente deísta y al aceptar el empirismo terminó por negar toda metafísica y redujo el ámbito del conocimiento a la experiencia sensible (14).

Cuando se autodenominaba el patriarca de la tolerancia, aludía a que se consideraba uno de los grandes impulsores de la condena de todo dogma religioso y de todo libro sagrado, por tanto, se consideraba opuesto a “todo fanatismo, especialmente al fanatismo religioso” (17). Lo cual era presentado, a los católicos como lo más evangélico y a los paganos como una manifestación del relativismo más absoluto.

José Carlos Martin de la Hoz

Fernando Ocáriz Braña, Voltaire: Tratado sobre la tolerancia, ed. Magisterio Español, colección Crítica filosófica, n. 25, Madrid 1979, 110 pp.