Mateo tiene ocho años y es el benjamín de un amigo mío, aunque por poco tiempo, porque dentro de unos meses nacerá el quinto hijo. Mateo pide a su padre que todas las noches le lea un rato, antes de acostarse y después de haber rezado unas oraciones y de haber hecho un breve examen de conciencia.

Mateo toma nota cuando su padre no puede leerle nada, por estar de viaje o por otros motivos, de modo que, en la siguiente ocasión, se acumula la tarea y a mi amigo le tocará leerle también los capítulos de la jornada o de las jornadas perdidas.

Mateo disfruta y se ríe con una versión del Lazarillo o de algún capítulo del Quijote para niños o con Fray Perico y su borrico… Cuando no entiende una palabra, le pide a su padre que interrumpa la lectura y acude a un pequeño diccionario para encontrar el significado. Al principio, la búsqueda le resultaba un poco costosa, pero va adquiriendo el hábito localizador y va ganando en rapidez. Al día siguiente, su padre le pregunta a veces por el significado de alguna palabra aprendida la noche anterior y él se esfuerza por acordarse.

Uno presagia que, si sigue por estos derroteros, Mateo, además de disfrutar y aprender, tendrá un vocabulario rico, logrará una buena expresión, tanto oral como escrita, y probablemente aventajará a los compañeros de su curso que no hayan adquirido esos excelentes hábitos. Mérito será de sus padres, con esta dedicación tan esmerada e inteligente a la formación de sus hijos, aunque estoy convencido de que también ellos disfrutan y aprenden con esta tarea impagable.

Luis Ramoneda