El pasado treinta y uno de julio, se cumplieron siete años del fallecimiento de Pedro Antonio Urbina. Para mí, y pienso que para todos los que lo conocimos, la amistad con él ha sido un don. Es un regalo la lectura de sus libros, tanto las novelas y relatos como los poemarios y los ensayos. Pienso que el tiempo hará justicia con su obra, muy personal, de una altísima hondura y de gran belleza. Pienso que Cena desnuda, Gorrión solitario en el tejado, Filocalía, La otra gente, Los doce cantos, Estaciones cotidianas, Hojas y sombras, por citar algunos títulos, o el relato Carta al presidente del Comité Olímpico Internacional –publicado póstumamente y que para mí es uno de los mejores que se han escrito en castellano– figuran entre la literatura contemporánea española que merece la pena leer.

Otro regalo eran las visitas a exposiciones y los paseos y conversaciones con él por Madrid o los encuentros –en su estudio de uno de los áticos del número 63 de la calle Serrano–, con grupos numerosos, a veces; o solo unos pocos, en otras ocasiones, para hablar de literatura, de filosofía, de cine, de música, de pintura, de la vida…; o para acoger, escuchar e interrogar a ilustres invitados. Allí estaba Pedro Antonio, con la elegancia, la sensibilidad y la delicada ironía tan personales, siempre dispuesto a escuchar, a aprender y a dialogar. Aunque casi todos éramos más jóvenes que él, exponía las opiniones con sencillez y nunca con afán pretencioso ni de lucimiento, a pesar de que su experiencia y su formación intelectual y cultural eran tan ricas.

Cada vez que paso por la esquina madrileña entre las calles de Juan Bravo y de Serrano, es inevitable levantar la vista hacia el ático, sentir la ausencia presente de Pau y rezar una oración por él, aunque estoy convencido de que ya estará gozando de la Belleza sin límites.

Luis Ramoneda