Querido abuelo, que bueno es que tú existas

Lo importante es el día a día, ser consciente de que el "problema" no es el viejecito que tengo en casa, el problema soy yo que no consigo ser paciente, amable, comprensivo…

      En un pequeño reportaje de un telediario reciente se advertía de las dificultades que pueden surgir en la convivencia familiar veraniega. A una señora le preguntaban por los suegros. Dijo algo así como que los suegros bien, pero cada uno en su casa. No me gustó que se tratara a los mayores como un problema, pero peor me pareció el tono de desdén empleado por aquella mujer.

      En estos tiempos de crisis he oído en varias ocasiones que a muchos parados y personas que lo están pasando mal económicamente les ha salvado la familia. Los hermanos, los padres, los suegros, les han acogido, les han prestado dinero, les han empleado. En último caso, les han permitido vivir con cierta dignidad. No se dice muy alto por vergüenza, pero es bastante frecuente. Por eso cuando se habla con cierto desprecio o cansancio de los abuelos me da pena.

      Los abuelos son una ayuda para tener a los nietos cuando los padres van a trabajar, para dejarlos unas horas mientras los padres salen un viernes por la noche, para pedir dinero en circunstancia extremas. Pero si no sirven, si son muy mayores y hay que ayudarles en todo, cuando son simplemente clases pasivas, entonces entran en la categoría de estorbo. Nos permitimos desvariar, incluso enfadarnos con el pobre viejecito porque tienes manías, porque está muy limitado y hay que hacerle todo.

      Curiosamente los que actúan así no son capaces de advertir que, en pocos años, que se pasan volando, serán ellos los que estén igual. Es una miopía asombrosa. No ven que es ley de vida, natural, querida por Dios. Al principio de nuestra existencia y al final somos personas necesitadas, dependientes, y eso permite, entre otras cosas, mantener unida la familia.

      Algunos piensan solo en las opciones de residencias de ancianos. No hay duda de que en muchos casos no hay más remedio o se ve que es la mejor solución. Pero otras veces es un recurso para quitarse el "problema" de encima. Hay ancianos en residencias a quienes no va a verles alguien de su familia durante años.

      No vamos a juzgar a nadie porque tomen una decisión u otra, teniendo en cuenta que los problemas de cada familia los conocen ellos y no nosotros. Pero no podemos olvidar que el cuidado de nuestros padres o suegros es una oportunidad que Dios nos da para que vivamos mejor la caridad. El verdadero amor a Dios se manifiesta en el amor a los demás, y tarde o temprano entre esos otros a quien amar se encontrarán nuestros ancianos, más o menos cercanos. Estamos en condiciones entonces de crecer en el amor, en la auténtica caridad cristiana, en una madurez última, del final de nuestra vida.

      Hay que traerles y llevarles; hay que acercarles al médico; hay que comprarles ropa, útiles de aseo, zapatos dignos; hay que lavarles; hay que darles de comer. Pero sobre todo hay que escucharles, porque lo necesitan; hay que comprender sus manías, porque a su edad no les vamos a cambiar, y con la edad las manías se hacen más notorias para los que estamos cerca. Y hay que atender sus quejas con una sonrisa amable, y ofrecerles soluciones y darles ánimos. Y eso nos lleva a Dios. ¿No será ese el mejor camino de santidad para muchas personas?

      La teoría puede ser clara, pero lo importante es el día a día, ser consciente de que el "problema" no es el viejecito que tengo en casa, el problema soy yo que no consigo ser paciente, amable, comprensivo. Se da  el caso de quien se enrola en una actividad de voluntariado y se dedica a cuidar enfermos, pero en su casa no soporta el pobre abuelito, que chochea.

      Si nos planteamos de verdad qué significa vivir cristianamente no tendremos duda de cómo debemos atender a nuestros mayores. Así que lo más seguro es buscar la luz de Dios en la oración personal. Puede servirnos la descripción del amor que hacía Josef Pieper: "qué bueno es que tú existas", y decírselo de corazón a los ancianos que tengamos cerca.

Ángel Cabrero Ugarte

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