Somos capaces de Dios

 

Hay una gran parte de la filosofía actual que niega esa capacidad y están impulsando un nuevo renacer del panteísmo, como emanación de la que formamos parte, como una religión sin un dios personal, una idea de Platón. Para comprobarlo, basta con acudir a una librería y descubrir ocho ensayos sobre Baruc Spinoza el judío holandés, relojero y panteísta.

De esta manera, parece que algunos han vuelto a sacar el autobús de los ateos a la calle y a poner los carteles en el metro: “¿Dios ha creado al hombre, o el hombre ha creado a dios? Medítalo en el siguiente trasbordo y plantéate el sentido de tu vida”.

La religión creada por el hombre es esta religión sin dios, la del buenismo, la de un dios sincrético ausente y lejano, que coge lo mejor de cada casa; canta con Perales, lee la escritura son Scott y Hanne, poetiza con Tagore y lleva una cruz de madera de Lampedusa. El problema es que las religiones de diseño son falsas.

La solución, como siempre, es poner de nuevo la mirada donde la pusieron los primeros cristianos: ¡mirad al que traspasaron!, quienes nos precedieron ya marcaron la senda para todos los tiempos: el impacto de Cristo despellejado vivo, clavado en una cruz que te invita a unirte en redención de los pecados de los hombres.

La cuestión es que Cristo me ama y me ha amado primero. Y ese Dios es el que me está llamando a una conversación personal y a que juntos llevemos a su cumplimiento la obra creadora y redentora. Somos capaces de Dios y lo seremos hasta el final de los tiempos. Es decir, a la pregunta de Jesús: “¿cuándo venga el hijo del hombre hallará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8), la respuesta es gracias a ti Señor si: “El cielo está empeñado en que el hombre se salve y llegue al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 3-4).

El itinerario de la vida cristiana viene resumida en la vida litúrgica: en el final de la plegaria eucarística: “por Cristo, con El y en El”. Es decir, hacer las cosas por Jesucristo, por amor, en unidad de vida. Enseguida, descubriremos que solos no podemos nada y acudiremos a Él, a su gracia: al Espíritu Santo. La conclusión es que acabaremos plenamente identificados con El.

Enseguida, descubriremos que lo del pecado original iba en serio y, que, aunque hayamos sido redimidos y bautizados, quedan en nuestro interior las cuatro heridas del pecado original. Ignorancia, malicia voluntad y debilidad en el apetito irascible y concupiscible. No basta con querer hacer el bien, sino que hay que aprender a hacerlo.

Asimismo, decía el cardenal Sarah recientemente, hemos de cuidar que en nuestra alma no anide el germen de la traición, pues, aunque acudamos a los sacramentos, es precisa la dirección espiritual para no desviarnos del camino y terminar por condenar a Jesucristo por resultarnos poco práctico.

En definitiva, luchar confiadamente en la gracia de Dios con ritmo de santidad, con la ilusión de llevar a Cristo hasta el último rincón de nuestra vida y del mundo: convertir la oración en oración, la misa en oración, el trabajo en oración, la amistad en oración. Pues la historia de un hombre es la historia de su oración.

José Carlos Martin de la Hoz