Dios existe, yo me lo encontré

El gran autor francés narra su conversión al catolicismo. Tal vez su éxito pueda atribuirse a que ofrece al lector uno de los testimonios más sinceros y conmovedores sobre ese fenómeno, tan gratuito y a la vez laborioso.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
1981 Rialp
175
2001 Rialp
176
9788432103193
Valoración CDL
4
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3.888888
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Seguramente ésta sea una historia bastante conocida, sin embargo no me resisto a traerla a esta sección pensando no sólo en que siempre habrá algún lector para el que suponga un descubrimiento, o en quienes ya lo conocían, y que les agradará refrescarlo, sino también en que en Junio toca prestar alguna atención al Espíritu Santo. La verdad es que a todos se nos antoja más fácil acercarnos a un Dios Padre amoroso, o a un Jesús hermano y humano, que al Espíritu Santo, que se nos hace tan abstracto que nos quedamos en lo de las lenguas de fuego –haber quién toca el fuego-, y que además sopla donde quiere. Y vaya si sopla donde quiere.

"¿Y por qué a usted?", le preguntaron a André Frossard cuando relató la breve historia de su maravillosa conversión. Dios nos desconcierta, nos rebasa, nos desborda, sus caminos no son los nuestros, su justicia –afortunadamente- no es nuestra justicia, no se atiene a nuestros esquemas ni a nuestros planes…pero nos ama. Lo que sintió el joven y petimetre Frossard cuando, en aquella capilla de las Hermanas de la Adoración Reparadora, el cielo emergió ante sus ojos al contemplar distraídamente arder aquel cirio fue el amor de Dios.

El 8 de julio de 1935, con veinte años, Frossard entra en una capilla del barrio latino de París para apresurar a un amigo con el que ha parado un momento camino de una comida convenida como fruto de un malentendido en una de sus interminables discusiones entre dos jóvenes periodistas, uno cristiano, y el otro ateo e hijo del secretario general del partido comunista. Aquella tarde había quedado con una estudiante alemana que daba muestras de ser más accesible que la línea Maginot. El hecho de que ni acudiera a su cita y de que ni tan siquiera se acordara de ella para pedir disculpas es un indicio de que lo que sucedió en aquellos cinco minutos delante de la oración ensimismada de las Hermanas y de alguna feligresa era algo auténtico, tan auténtico como para que casi 35 años después el prestigioso y combativo periodista de Le Figaro siga buscando las palabras –siempre cortas, siempre imprecisas, siempre inadecuadas- con las que explicar lo que vivió, lo que transformó su vida, lo que le fue dado de una forma tan desconcertante como maravillosa, tan injusta quizás para nuestros esquemas –"por qué a él"-.

André Frossard nació en 1915 en Foussemagne, una pequeña aldea francesa, en el seno de una familia campesina y de tradición socialista. Gente noble, honrada y buena, pero que hacía mucho tiempo que había resuelto que los cielos estaban vacíos. La religión nunca fue ningún problema en casa del pequeño André, simplemente ni se la consideraba; ni siquiera se perdía el tiempo en anticlericalismos innecesarios y considerados fuera de lugar por personas que miraban con conmiseración y tolerancia a judíos y luteranos que realizaban con piedad sus ritos religiosos. Los católicos practicantes eran raros en su entorno. André no recibió la más mínima formación religiosa de ningún tipo.

La mayor parte de las páginas del libro las ocupa Frossard en describir su vida de niño en su aldea, rodeado de su familia y de los retratos de Marx y Jaures, vida tan exenta de referencia trascendente como abonada por una humanidad buena que le rodea y protege con cierta rigidez y envaramiento, y que, quizás, parece hacer desear un amor que desborde la austeridad de la justicia. El padre del adolescente André se convierte en una figura clave del movimiento obrero y comunista en Francia, de modo que se trasladan a París, donde un despistado Frossard ensaya estudios y oficios hasta dar con el periodismo. Un joven bastante distinto a él se gana su simpatía y amistad; Willemin es equilibrado, católico, vehemente, simpático, cariñoso, y proselitista y no cesa de polemizar con su amigó Frossard, superficial, desnortado, inclinado a la bohemia, y ateo. En cierta ocasión André, encarecido por su amigo, lee "La nueva Edad Media" de Berdiaeff, un libro muy popular entonces, y un autor admirado por el propio André pero del que no puede comprender como resuelve las cuestiones con una apelación a la trascendencia. Al serle preguntado por el libro se produce un malentendido fruto del apresuramiento del momento, Willemin cree entender en las palabras de Frossard que éste por fin se ha convencido de la existencia de Dios y le invita a cenar para celebrarlo. Como es más complicado aclararlo que disfrutar de una buena comida no pone reparos a la cita, de modo que quedan y a la hora convenida su amigo le recoge y se dirigen a cenar. Pero de camino Willemin para un momento e invita a su amigo a esperarle o a acompañarle. Se queda y observa como entra en una capilla. Poco después el aburrimiento le incita a entrar para ver si su amigo acaba con lo que quiera que esté haciendo y que suelen hacer los creyentes en esos sitios. Es un 8 de julio y son las 5 y diez, en cinco minutos nuestro distraído ateo será la persona más feliz y convencida del mundo.

Lo que sucede se describe en dos páginas, y al igual que el resto del libro parecen dedicadas a explicar lo desconocidas que eran para el autor las creencias religiosas; en este capítulo la mayoría de sus líneas describen la vulgaridad tanto de su estado de ánimo como del ambiente de la capilla, intentando dejar claro que no se trataba de un estado psicológico especial o de una influencia artística o estética. Todo le resulta indiferente hasta el momento en el que fija su mirada sobre los cirios junto al Sagrario, después mira a la gente que reza, a las monjas que oran de rodillas, y luego al altar. Nada de esto significa nada para él. A la izquierda de la Cruz arden unos cirios. Se queda mirando al segundo de ellos, fijamente, y escucha una voz que le susurra claramente dos palabras "Vida Espiritual". A continuación tiene una breve pero intensa visión de luz, transparencia, y amor intenso de Dios. Son unos breves instantes. Sale a la calle con la certeza de la existencia amorosa de Dios y de la verdad de la fe la Iglesia. Ese estado de gracia le durará meses. Al ser instruido en la fe se da cuenta de que todo lo que le explican era ya una certeza en su corazón. En ese tiempo nada le puede arrebatar ese estado de felicidad, y eso que los problemas surgen pronto.

Para su familia sólo puede tratarse de una enfermedad, de una enfermedad desconcertante que les regala a un André ideal, más parecido al hijo que deseaban que fuese que al adolescente rebelde y huraño con el que convivían. Sin embargo los médicos tanto del partido como menos comprometidos con la revolución no pueden curar esos delirios místicos. Incluso pasado el tiempo inicial de gracia, cuando ese estado de beatitud se retira y el joven André es dejado al igual que los demás cristianos al amparo de su fe y de los sacramentos, persevera y sigue ese camino imposible e increíble, de modo que se llega al acuerdo con él de que sea discreto, y de que no intente convertir a su hermana pequeña. De todos modos, ésta y su madre acabarán convirtiéndose por influencia del ejemplo de futuro periodista de Le Figaro.

35 años tardó el autor en decidirse a escribir esta breve historia de su conversión fulminante, tiempo en el que al igual que cualquiera de nosotros conoce el dolor, la duda y la oscuridad. En esos años Frossard se ha convertido en uno de los periodistas más influyentes de su país, académico, y en una figura intelectual del catolicismo. Los últimos años de su vida se hizo popular por su amistad con Juan Pablo II y sus libros sobre él. Murió en 1995 en París.

"Dios existe…" es un libro imprescindible, escrito con el estilo limpio e irónico del combativo periodista que fue su autor, que nos estremece y desconcierta –"¿por qué usted?"-, y que deja para siempre en la memoria del lector la historia de esos cinco minutos, de unas monjitas de una orden nacida para alabar a Dios como respuesta a los excesos de la Comuna de París, ajenas y ensimismadas en su adoración, de un joven destinado por los hombres a no encontrarse con Dios, y del fuego, en forma de cirio, del Espíritu Santo.

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Lo que más me ha llamado la atencion en este libro es que la conversion a la fe no es fruto somente de la inteligencia y de la voluntad pero muy mais algo sobrenatural y divino.

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La mayoría de las conversiones a la fe se producen por los caminos naturales de la gracia y del amor de Dios: La cercanía de unos seres queridos que nos enseñan; un pensamiento, una reflexión, la amargura de encontrarse lejos de Él -el hijo pródigo-. Pero hay conversiones que se producen sin contar con la voluntad del sujeto y contra toda probabilidad. Simplemente Dios se acerca, se hace sentir y el individuo al conocerlo lo ama. Es el caso de André Frossard. No era creyente y si en su familia había raices religiosas éstas no eran, desde luego, católicas. Una abuela judía y una madre protestante que no practicaban su religión. El padre sí era creyente, más que creyente devoto, devoto socialista. En consecuencia -lo dice Frossard, no yo- era ateo. Ateo hasta el punto de no ser ni siquiera anticlerical. Sobre esa base Dios derrama su luz en la criatura que queda deslumbrada. Como un niño que abre sus ojos a un mundo nuevo y desconocido. En este libro y en su continuación, Hay otro Mundo, Frossard se plantea algunas preguntas: ¿Cómo saber que esta luz viene de Dios? ¿Por qué a mí y no a otro? La falta de respuesta a ésta última pregunta nos enternece. Dios no nos trata como a números sino que llama a cada uno por su nombre, por razones que Él sólo sabe.

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André Frossard nació en Francia en 1915. Como su padre, Ludovic-Oscar Frossard, fue diputado y ministro durante la III República y primer secretario general del Partido Comunista Francés, Frossard fue educado en un ateísmo total. Encontró la le a los veinte años, de un modo sorprendente, en una capilla del Barrio Latino, en la que entró ateo y salió minutos más tarde "católico, apostólico y romano".
El ateísmo en André Frossard y su posterior y repentina conversión se entienden un poco más contemplando su propia familia, como nos lo cuenta él mismo: "Éramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo. Los últimos militantes anticlericales que todavía predicaban contra la religión en las reuniones públicas nos parecían patéticos y un poco ridículos, exactamente igual que lo serían unos historiadores esforzándose por refutar la fábula de Caperucita roja. Su celo no hacia más que prolongar en vano un debate cerrado mucho tiempo atrás por la razón. Pues el ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema. (...)
Dios no existía. Su imagen o las que evocan su existencia no figuraban en parte alguna de nuestra casa. Nadie nos hablaba de Él. (...)No había Dios. El cielo estaba vacío; la tierra era una combinación de elementos químicos reunidos en formas caprichosas por el juego de las atracciones y de las repulsiones naturales. Pronto nos entregaría sus últimos secretos, entre los que no había en absoluto Dios.
¿Necesito decir que no estaba bautizado? Según el uso de los medios avanzados, mis padres habían decidido, de común acuerdo, que yo escogería mi religión a los veinte años, si contra toda espera razonable consideraba bueno tener una. Era una decisión sin cálculo que presentaba todas las apariencias de imparcialidad. ¿A los veinte años quiere creer? Que crea. De hecho, es una edad impaciente y tumultuosa en la que los que han sido educados en la fe acaban corrientemente por perderla antes de volverla a encontrar, treinta o cuarenta años más tarde, como una amiga de la infancia... Los que no la han recibido en la cuna tienen pocas oportunidades de encontrarla al entrar en el cuartel...
Mi padre era el secretario general del partido socialista. Yo dormía en la habitación que, durante el día, servía a mi padre de despacho, frente a un retrato de Karl Marx, bajo un retrato a pluma de Jules Guesde (socialista que colaboró en la redacción del programa colectivista revolucionario) y una fotografía de Jaurès.
Karl Marx me fascinaba. Era un león, una esfinge, una erupción solar. Karl Marx escapaba al tiempo. Había en él algo de indestructible que era, transformada en piedra, la certidumbre de que tenía razón. Ese bloque de dialéctica compacta velaba mi sueño de niño. (...)
El domingo era el día del Señor para los luteranos, que a veces iban al templo, y para los pietistas, que se reunían en pequeños grupos bajo la mirada falta de comprensión de otros. Para nosotros era el día del aseo general, en el agua corriente del arroyo truchero, después del cual mi abuelo mi friccionaba la cabeza con un cocimiento de manzanilla..."
En Navidad, las campanas de los pueblos cercanos, que no encontraban eco entre nosotros, extendían como un manto de ceremonia sobre la campiña muerta. Nosotros también nos poníamos nuestros trajes domingueros para ir a ninguna parte (...) Almorzábamos en la mejor habitación, sobre el blanco mantel de los días señalados.
Pero ni el moscatel de Alsacia, ni la cerveza, ni la frambuesa, volvían a la familia más habladora. La comida, más rica que de costumbre, y el abeto, completamente barbudo de guirnaldas plateadas, nada conmemoraban. Era una Navidad sin recuerdos religiosos, una Navidad amnésica que conmemoraba la fiesta de nadie.
Entre las izquierdas la política se consideraba como la más alta actividad del espíritu, el más hermoso de los oficios, después del de médico, sin embargo. A ella debían mis padres, por otra parte, el haberse encontrado. Mi madre de espíritu curioso, había escuchado a mi padre hablar del socialismo ante un auditorio obrero, con la fogosidad de sus veinticinco años, una inteligencia combativa, una voz admirable. Desde aquel día, ella le siguió de reunión en reunión, por amor al socialismo, hasta la alcaldía. Cuando me contaba esa historia, yo no comprendía gran cosa. Para mí, mis padres eran mis padres desde siempre y no imaginaba que hubiesen podido no serlo en un momento dado de su existencia. La honestidad, la natural decencia de su vida en común, me habían dado del matrimonio la idea de una cosa que no podía deshacerse y que, al no tener fin, no había tenido comienzo.
Mi madre vendía al pregón el periódico de la Federación Socialista, completamente redactado por mi padre, entonces maestro destituido por amaños revolucionarios y reducido a la miseria. Pero la política llenaba la vida de mi padre. (...)
Rechazábamos todo lo que venía del catolicismo, con una señalada excepción para la persona -humana- de Jesucristo, hacia quien los antiguos del partido mantenían (con bastante parquedad, a decir verdad) una especie de sentimiento de origen moral y de destino poético. No éramos de los suyos, pero él habría podido ser de los nuestros por su amor a los pobres, su severidad con respeto a los poderosos, y sobre todo por el hecho de que había sido la víctima de los sacerdotes, en todo caso de los situados más alto, el ajusticiado por el poder y por su aparato de represión".
Pero sin tener mérito alguno Frossard, porque Dios quiso y no por otra razón, fue el afortunado en recibir el regalo de la conversión. El no buscaba a Dios. Se lo encontró: "Sobrenaturalmente, sé la verdad sobre la más disputada de las causas y el más antiguo de los procesos: Dios existe. Yo me lo encontré.
Me lo encontré fortuitamente -diría que por casualidad si el azar cupiese en esta especie de aventura-, con el asombro de paseante que, al doblar una calle de París, viese, en vez de la plaza o de la encrucijada habituales, una mar que batiese los pies de los edificios y se extendiese ante él hasta el infinito.
Fue un momento de estupor que dura todavía. Nunca me he acostumbrado a la existencia de Dios.
Habiendo entrado, a las cinco y diez de la tarde, en una capilla del Barrio Latino en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad que no era de la tierra.
Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, y aún más que escéptico y todavía más que ateo, indiferente y ocupado en cosas muy distintas a un Dios que ni siquiera tenía intención de negar -hasta tal punto me parecía pasado, desde hacía mucho tiempo, a la cuenta de pérdidas y ganancias de la inquietud y de la ignorancia humanas-, volví a salir, algunos minutos más tarde, "católico, apostólico, romano", llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable.
Al entrar tenía veinte años. Al salir, era un niño, listo para el bautismo, y que miraba entorno a sí, con los ojos desorbitados, ese cielo habitado, esa ciudad que no se sabía suspendida en los aires, esos seres a pleno sol que parecían caminar en la oscuridad, sin ver el inmenso desgarrón que acababa de hacerse en el toldo del mundo. Mis sentimientos, mis paisajes interiores, las construcciones intelectuales en las que me había repantingado, ya no existían; mis propias costumbres habían desaparecido y mis gustos estaban cambiados.
No me oculto lo que una conversión de esta clase, por su carácter improvisado, puede tener de chocante, e incluso de inadmisible, para los espíritus contemporáneos que prefieren los encaminamientos intelectuales a los flechazos místicos y que aprecian cada vez menos las intervenciones de lo divino en la vida cotidiana. Sin embargo, por deseoso que esté de alinearme con el espíritu de mi tiempo, no puedo sugerir los hitos de una elaboración lenta donde ha habido una brusca transformación; no puedo dar las razones psicológicas, inmediatas o lejanas, de esa mutación, porque esas razones no existen; me es imposible describir la senda que me ha conducido a la fe, porque me encontraba en cualquier otro camino y pensaba en cualquier otra cosa cuando caí en una especie de emboscada: no cuento cómo he llegado al catolicismo, sino como no iba a él y me lo encontré. (...)
Nada me preparaba a lo que me ha sucedido: también la caridad divina tiene sus actos gratuitos. Y si, a menudo, me resigno a hablar en primera persona, es porque está claro para mí, como quisiera que estuviese enseguida para vosotros, que no he desempeñado papel alguno en mi propia conversión. (...)
Ese acontecimiento iba a operar en mí una revolución tan extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter y haciéndome hablar un lenguaje tan insólito que mi familia se alarmó.
Se creyó oportuno, suponiéndome hechizado, hacerme examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista. Después de conversar conmigo sosegadamente y de interrogarme indirectamente, pudo comunicar a mi padre sus conclusiones: era la "gracia", dijo, un efecto de la "gracia" y nada más. No había por qué inquietarse.
Hablaba de la gracia como de una enfermedad extraña, que presentaba tales y cuales síntomas fácilmente reconocibles. ¿Era una enfermedad grave? No. La fe no atacaba a la razón. ¿Había un remedio? No; la enfermedad evolucionaba por sí misma hacia la curación; esas crisis de misticismo, a la edad en que yo había sido atacado, duraban generalmente dos años y no dejaban ni lesión, ni huellas.
No había más que tener paciencia.
Se me toleraría mi capricho religioso a condición de que fuese discreto, como lo serían conmigo. Se me rogó que me abstuviese de todo proselitismo en relación con mi hermana menor. Ella se convertiría a pesar de todo al catolicismo, y mi madre también, bastantes años después de ella".
Frossard escribió el libro de su conversión, Dios existe. Yo me lo encontré, que mereció el Gran Premio de la literatura Católica en Francia en 1969, y que se convertiría en un best-seller mundial.
En 1985 fue elegido miembro de la Academia y trabajó en la Comisión del Diccionario. Muere en París en 1995 a los 80 años de edad, tras haber sido uno de los intelectuales católicos franceses más influyentes de su país en el presente siglo.