No hay cielo sobre Berlín

Víctima de un triple abandono —madre, padre y madrastra, que rápida y sucesivamente desaparecen de su vida—, la pequeña Helga sobrevive en Berlín, una ciudad que, convertida en una inmensa hoguera por los bombardeos aliados a finales de la guerra, es el escenario de esta crónica de la locura vista por los ojos de una niña, unos ojos lúcidos que no olvidan la violencia física y psicológica de aquella realidad incomprensible. A la forzosa convivencia en el sótano con los vecinos del edificio, agravada por la oscuridad, el frío y la escasez de alimentos, se suma la continua disputa por la supervivencia, el agotamiento, la enfermedad y la presencia constante de la muerte. Y como cruel ironía del destino, la visita fortuita al búnker de Hitler, a quien Helga recuerda como un ser avejentado, tembloroso, de una mediocridad decepcionante.
No hay cielo sobre Berlín es una lectura apasionante que transmite toda la fuerza y la valentía de una niña, Helga, la misma que en su madurez regresa con pulso firme a su pasado más doloroso y lo expone abiertamente, sin censuras, pero también sin recrearse en el dramatismo, para contribuir con su testimonio a la construcción de la memoria reciente de la humanidad.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2005 Salamandra
256
Valoración CDL
3
Valoración Socios
3.5
Average: 3.5 (4 votes)
Interpretación
  • No Recomendable
  • 1
  • En blanco
  • 2
  • Recomendable
  • 3
  • Muy Recomendable
  • 4

4 valoraciones

Género: 
Tema(s): 

Comentarios

Imagen de Azafrán

No hay cielo sobre Berlín
Helga Schneider
Salamandra, Barcelona, 2005

Relato autobiográfico que comienza presentado a la propia autora en la Viena de 1971. La protagonista relata la impresión que le causa el reencuentro con su madre, una mujer alemana cuya exaltación le llevó a abandonar a sus hijos, en su primera infancia, para enrolarse en el movimiento nazi.
La visita es la excusa para que la autora y protagonista, Helga, narre su infancia en el Berlín que soportó el asedio de los rusos y aliados, hasta su liberación de la dominación nazi y del Füher Hitler.
La primera pregunta que el lector se puede plantear es si conviene una reflexión tan pormenorizada del horror de la guerra desde el punto de vista de los niños. Una visión esperpéntica de todas las calamidades que los conflictos bélicos infligen a los más débiles: ancianos, niños y mujeres. Hambre, enfermedad y sufrimiento psicológico. El abandono de los hombres, la desolación y la desesperanza que a muchos adultos condujo al suicidio. El estupro de las mujeres y la oscuridad maloliente de los refugios antiaéreos.
Tanto horror para los propios alemanes que aún deseaban colaborar con el régimen que lo causaba. ¿Cómo puede ser posible que la población de Berlín, y de toda Alemania, siguiese ciegamente las consignas del Füher? ¿Dónde quedó su espíritu crítico y capacidad de análisis? ¿Cómo es posible que no reaccionasen a la progresiva sustitución de unas leyes que conculcaron, poco a poco, derechos tan elementales de las personas, como el derecho a la vida?
En el museo de la Segunda Guerra Mundial (Bastogne Historical Centre) , en Luxemburgo, el pasado mes de abril, me encontré con murales en los que se recogían las leyes que el Füher fue dictando en los momentos previos al conflicto. En uno de esos carteles se me exhibía el siguiente artículo:
“Se considerará como no útil a la nación, y por tanto susceptible de ser eliminado, a todos aquellos que padezcan enfermedad o cualquier tipo de incapacidad o deficiencia.”
Toda una eugenesia generalizada: mucho más que la eutanasia vigente en algunos países de la actual Unión Europea: muerte a aquellos que no son útiles –enfermos, deficientes y ancianos-.
Y, claro, cualquiera puede ser hallado “deficiente”. En mi caso aunque no sea más que por centímetros de estatura. No doy “la talla” de la superraza. Tampoco tengo los ojos azules. ¿Será una deficiencia?
Helga, la niña protagonista, tampoco tenía los ojos azules y su pelo era oscuro. Su madrastra la postergaba a su hermano pequeño que, en cambio, era rubio y de ojos celestes. Fue arrinconada y despreciada y su aspecto físico la protegió de los abusos de la soldadesca. Tuvo suerte de algún modo. También la tuvo al poder disfrutar de la presencia de su abuelo “padrastro”. Un hombre que supo valorar su delicadeza y, en algún modo, su madurez.
Helga fue separada de todo lo que podría haberla consolado del abandono materno y de la ausencia de su padre enrolado en el ejército: su abuela paterna y la directora de un colegio para niñas difíciles. Los últimos meses del conflicto los vivió en un Berlín en el que no había cielo y si lo había permanecía oculto por el hollín de los edificios incendiados por las bombas, por la oscuridad de las noches sin electricidad y por temor a las escuadrillas negras que vomitan sus entrañas asesinas en vuelos rasantes y sin pausa.
Una novela que nos ayuda a no olvidar lo que conlleva no respetar la dignidad del hombre y su derecho a la vida.

El sobrino de Atilano Nicolás