En la vida de los cristianos, a poca formación que tengan, hay dos preceptos esenciales que informan -así debería ser- toda su vida: amor a Dios y amor al prójimo. En la medida en que hay auténtico amor a Dios surge más fácilmente el amor al prójimo. Quizá puedan surgir, en algunas ocasiones, las dudas sobre quien es mi prójimo y, sin pararnos en la dificultad de amar una persona concreta, tenemos que advertir que prójimo es el próximo en cualquier circunstancia, con más o menos cercanía.
Parece obvio, pero hay que advertir que hablamos de personas. El prójimo no son los animales. Es buena actitud el amor por la naturaleza, creada por Dios para nosotros, y, por lo tanto, a los animales. Pero un perro no es un prójimo. Ni un gato. Por mucho que se les llame animales de compañía. Comprendemos el apegamiento a su perro de una persona que vive habitualmente sola, pero no hay que olvidar nunca que si el animal corresponde es porque le das de comer. No sabe nada de amor.
Cada vez se ven con más frecuencia el perro con el viejecito solitario o, lo que parece más preocupante, con un joven. Se me ocurre pensar qué triste es que haya gente en Madrid que se sienta tan sola que necesite de un perrito. Siempre pienso que esa persona, abuela, viejillo, mujer de media edad triste, incluso chiquilla no mayor, deben estar muy solos, muy desatendidos, lo cual, en medio de la ciudad, parece contradictorio. Somos tantos, tan juntos, tan relacionados, que se hace difícil que haya gente sola.
Entonces podemos pensar en si no tendrán prójimo a quien amar o que le ame. ¡Somos tantos, tan apiñados, tan relacionados! Porque habiendo familia numerosa tener perro sería algo similar a tener un juguete, y con tantos niños a quien lavar, a quien vestir, a quien acariciar, ¡cómo sería posible necesitar o soportar al perro…!
Luego resulta, en ocasiones, que no está sola aquella persona, pero sus hijos se encapricharon con tener una mascota y los padres accedieron al capricho, y no les faltó tiempo para arrepentirse, porque luego, al perro, hay que sacarle a hacer sus cosas muy de mañana, y no van los hijos o casi nunca. Y ahí tienes a ese señor, gran profesional, que no tiene tiempo para casi nada y no le queda otra que dedicar un buen rato cada día al animalito.
Le dices “sería muy bueno que dedicaras un rato cada mañana para hacer oración, para hablar con Dios” y no duda en advertir que no tiene tiempo.
Más chusca me resulta la escena de la joven, en edad universitaria, arrastrada por perro inmenso que va tras alimento por la calle y tira y tira de la correa y la pobre chica, que se disponía a hablar por el móvil con una amiga, no ha podido hacer nada, porque los tirones de la correa la desequilibran. Y en esos momentos intento imaginar qué ocurre cuando llega a casa con semejante animal y qué hará con él y qué tiempo tendrá para leer un libro o estudiar un poco. O para hacer un rato de oración.
Abuelita escuálida, con muchos años y pocas fuerzas, que se te ocurriría que le vendría bien un animalito de compañía, en realidad no puede porque, aunque fuera pequeño la arrastraría, de manera que la única utilidad que podríamos darle al animal de compañía se desmorona por la desproporción de las fuerzas. Aunque enseguida a uno se le viene a la cabeza el pensamiento de donde están los hijos, los nietos, o la señora de servicio.
Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. ¿Quién es tu prójimo?
Ángel Cabrero Ugarte