He viajado a Berlín después de 32 años. Maravilla observar el esfuerzo restaurador de Alemania con su capital.  Pienso que pocas ciudades se pueden comparar con esta -Roma, París…-. Todavía hay muchas obras, edificios nuevos terminándose, rehabilitaciones, que hacen pensar que, en unos cuantos años, será una ciudad de ensueño. Lo moderno es de lo más atrevido y con gran clase; lo clásico, aun teniendo pocos siglos, le da el empaque de lo perenne.

Pero lo que sigue impresionando más al turista es el recuerdo de la historia reciente, la trágica historia del siglo pasado. Hay muchas referencias, muchas historias escritas, fotos, memoriales, nombres. En muchas calles, junto a la puerta de un edificio, en el suelo, una chapa dorada, pequeña, con el nombre de un judío que vivió en esa casa y que murió en tal o cual campo de exterminio. Y, quizá, al lado otra chapa con la historia, muy breve, de su esposa, que murió de modo similar, incluso la de un hijo o una hija. Abundan estas señales en toda la capital, pero existen, por lo visto, en todo el país.

El punto más emblemático la puerta de Brandemburgo. Foto protocolaria obligada, selfi imprescindible, aunque haya innumerables fotógrafos potenciales mirando. Pero el punto más visitado, como una obligación, un pago necesario a la historia, es el Checkpoint Charli. Los trozos de muro todavía dispersos por la ciudad, como testigos de una realidad estremecedora, imponen. Pero el famoso paso fronterizo entre zona rusa y zona americana es hoy un símbolo de libertad.

Queda poco de lo que fue, pero al menos está el punto de control americano en su sitio. No es fácil hacerse una idea de cómo estaba aquello hace no tantos años. Ni siquiera las fotos expuestas en los alrededores, junto a abundante información de la guerra fría, manifiestan bien como era ese paso, como era lo que llamamos muro y se trataba, en realidad, de una alambrada y un muro, con un terreno despejado entre medias, de 30 o 40 metros de anchura, con torretas de vigilancia cada pocos metros. Cada uno se hará más o menos a la idea, pero para todos es un referente de esos años de tensión, posteriores a la guerra.

Esta visita me ha servido para recordar la que hice en el año 84 o 85. Después de pasar el control americano, se entraba en zona rusa y empezaban los trámites interminables para acceder al Berlín oriental. Creo que fueron más o menos 45 minutos, pero son recuerdos lejanos. Unas estancias que debían ser barracones, unos bancos, espera. No fue ningún problema porque contábamos con ello. Después, superados los controles, caminando -ir con coche hubiera sido mucho más complicado- nos dirigimos al centro, hacia la isla de los museos. No olvidaré las primeras manzanas del barrio colindante con el muro, un barrio fantasma, pues no se permitía a nadie vivir en aquella zona.

Y todo ese montaje para evitar que la gente se fuera en masa de la zona comunista. Dos millones y medio de alemanes huyeron en poco tiempo, después de la división de la ciudad en cuatro zonas al terminar la guerra. Tuvieron que construir esa muralla doble, con territorio muerto por medio, para que no se escaparan de aquella ciudad que representaba un poder opresor. Llegaban de toda Alemania a Berlín oriental, pasaban a la parte occidental por los túneles del metro u otros sistemas, y luego se cogía un avión hacia la libertad.

Si no construyen aquel muro siniestro se habrían ido una multitud en unos años. Era patente la falta de libertad, la violencia, la opresión. Pero hoy todavía hay quienes, con un desconocimiento total de esa realidad, quieren volver al comunismo. ¿Son tan ingenuos que no saben a dónde van o realmente lo que quieren es participar de ese poder opresor? Deberían estudiarse la historia o pasarse por Berlín, que siempre habrá quien se la cuente.

 

Ángel Cabrero Ugarte