Me parece que cualquiera de los que puedan leer estas líneas se dan cuenta de que vivimos en un mundo alejado de Dios. Salimos a la calle, entramos en el supermercado, vamos al trabajo, celebramos una reunión familiar, con padres, tíos y hermanos, vamos de viaje con unos amigos, y Dios no está presente. A no ser que lo llevemos nosotros. Vamos, como que no está muy de moda, a casi nadie le importa.

Precisamente por eso, porque somos conscientes del escepticismo ambiental, deberíamos preguntarnos cómo nos afecta a nosotros, cómo afecta realmente a mi vida, o si yo vivo de otro modo más cerca de Dios. Cómo afecta a mi familia.

Es una cuestión de costumbres, de formas de hacer, de haber ido perdiendo los hábitos más normales de un cristiano. Porque es lo que vemos en las series, en los anuncios, en las películas, en la prensa. Por lo tanto no nos queda más remedio que preguntarnos con frecuencia qué es lo que pasa en mi casa, en mi familia, porque si no hay un empeño importante por nuestra parte, la situación familiar será también grave.

"’Quien tenga sed, venga a mí y beba’, dice Cristo el último día, el más solemne de la fiesta de las Chozas (Jn 7,38). La fiesta recuerda la sed que padeció Israel en el desierto ardiente y sin agua, que aparece como un reino de la muerte sin salida posible. Pero Cristo se anuncia como roca de la que mana la fuente inagotable de agua fresca: en la muerte, llega a ser fuente de vida. El que tenga sed, venga. ¿No se nos ha convertido el mundo, con todo su saber y poder, en un desierto donde no podemos encontrar ya la fuente vida?”[1].

Esto que nos dice el cardenal Ratzinger no es más que una visión inmediata, normal, habitual en nuestras ciudades, y da pena. La gente que nos rodea tiene sed, pero no ha llegado a descubrir en qué consisten esos síntomas, ese malestar, esa soledad, esa sed. Están sedientos pero no se terminan de enterar. Por eso sentiremos la urgencia de advertirles de cuál es su problema, tendremos que empeñarnos en acercarles a Dios.

“Hermanos: una nueva página se abre para la Iglesia -nos dice el Prelado del Opus Dei-. Ciertamente este será el siglo del apostolado de los laicos. Un océano inmenso en el que hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. Rememos mar adentro con esperanza. El mayor enemigo del apóstol es la desesperanza, el desaliento, pensar que no se puede hacer nada, y caer en un pesimismo indolente. Esta actitud no es cristiana. Maestro, (...) no hemos cogido nada. Los apóstoles se quejaban. Lo fácil hubiera sido dejarse abatir por esta queja, y quedarse a la orilla del lago lamentándose. ¡Mar adentro!, grita el Señor”[2]

Dispuestos a ayudar a quienes tenemos cerca y están lejos de Dios. Pero precisamente por eso, ante todo una preocupación constante por tener a Dios en casa. En el mundo puede haber crisis de Dios, pero que no ocurra en nuestros hogares depende de los padres y conscientes somos de cuánto nos jugamos. Y después nos preocuparemos de llevar hacia Dios a otras muchas personas que tenemos cerca.

Ángel Cabrero Ugarte

 

[1] Joseph Ratzinger, Un canto nuevo para el Señor, Sígueme 1999, p. 39

[2] D. Fernando Ocáriz, Homilía en catedral de Oviedo, 6.VII.2022