Diario en prisión (II)

2. Pell había sido acusado de abusos sexuales a menores. Con motivo de los casos de pedofilia, en Australia se había creado una Comisión para la Verdad, la Justicia y la Sanación, que, según afirma el Cardenal, se limitó a recibir las denuncias sin contrastarlas (pág.56). El Cardenal recuerda que “de los casos de pedofilia denunciados solo un 5% se había producido en el seno de las instituciones” (pág.126). Dicho de otro modo, parece que la mayoría de los abusos sexuales se producen en el entorno más próximo a los menores. “En Victoria –continúa-, el detective Carson redactó un informe en el cual afirmaba que los abusos sexuales del clero habían causado 43 suicidios. La policía revisó el trabajo de Carson y solo pudo identificar a 25 de las víctimas. De éstas solo se habían suicidado 16 y una sola había sido abusada por un miembro del clero”. Concluye el Cardenal: “Uno ya es demasiado, pero no son 43” (pág.453).

La investigación de los casos de pedofilia causó un gran daño y acentuó el odio contra la Iglesia Católica. Pell no niega que en la Iglesia haya habido pecado y se estremece ante el número de casos que se ha producido en los EE.UU., pero advierte que “la posibilidad de obtener una ventaja económica distorsiona la realidad” (pág.324). Es lo que ocurrió con el Cardenal Bernardin, de Chicago, que fue denunciado por un antiguo seminarista con el fin de obtener dinero para pagarse el tratamiento contra el sida. De igual forma el obispo de Adelaida, Wilson, Presidente de la Conferencia Episcopal australiana, fue acusado de encubrir los abusos sexuales en su diócesis y posteriormente absuelto. En sentido contrario, el arzobispo McCarrick, de Washington, fue reducido al estado laical por la Santa Sede a causa de abusos comprobados sobre menores y adultos. “Ha hecho mucho mal a la Iglesia” –escribe Pell.

“La segunda parte de la crisis de la pedofilia, igual de importante –continúa el autor- fue la necedad –no universal- de los obispos. Fueron pocos los que sospecharon la enormidad de la crisis y menos aun los que reconocieron el alcance de los daños que habían sufrido las víctimas” (pág.385). No obstante, en la década de los 90 se comenzaron a tomar medidas y el número de casos se había reducido. El Cardenal recuerda a Irlanda, la patria de sus abuelos: “La Iglesia en Irlanda está en declive: demasiados sacerdotes y apenas seminaristas” (pág.79). “Me sorprende la pasividad de los católicos irlandeses (…) con un liderazgo fuerte debería evitarse un hundimiento como el de Quebec u Holanda” (pág.80). Reza: “Señor, suscita dirigentes en Irlanda que sigan luchando por detener la podredumbre y haz surgir más dirigentes católicos laicos” (pág.82).

3. El Cardenal aprecia que el mal se está enseñoreando de la sociedad: “El abuso de las drogas, la violencia doméstica y la plaga de la pedofilia muestran las corrientes oscuras y satánicas que discurren bajo la superficie” (pág.317). “Los que hemos vivido acomodadamente podemos llegar a subestimar el mal en la sociedad. Las malas personas existen y el mal sigue siendo un misterio” (pág.195). “El recuerdo de la Segunda Guerra Mundial nos habla del dolor, la muerte y la destrucción que se producen cuando Satanás campa a sus anchas (pág.415). El autor recuerda unas palabras del papa Francisco: “No es fácil superar la herencia amarga de las injusticias, las agresiones y la desconfianza que provocan los conflictos. Solo se consigue ahogando el mal en abundancia de bien” (pág.383). Siguiendo a la Madre Teresa el Cardenal señala que una de las manifestaciones del mal en el mundo actual es la soledad en la que viven tantos hombres y mujeres: "Hoy -escribe- la peor enfermedad no es la lepra, sino el no ser querido, ser dejado de lado, ser olvidado" (pág.424).

También lo es el odio que se percibe hacia la religión y la Iglesia Católica: “El odio a los católicos –escribe Pell- es intenso” (pág.118). El incendio de la catedral de Notre Dame, en París, parece un símbolo de la pérdida de una cultura, de un modo de ver la vida: “El espectáculo de la segunda iglesia más conocida de la cristiandad consumida por las llamas, ha sido para muchos un símbolo del hundimiento de una cultura histórica entre las llamas del relativismo” (pág.229). Copia un párrafo de un autor no católico, el cual escribe: “¿Es mucho pedir que en nuestra sociedad multicultural se encuentre sitio para la cultura que dio Notre Dame, Bach o la libertad de expresión?” (pág.249). Para Pell “los constructores de Notre Dame, en el siglo XIII, confiaban en el matrimonio entre fe y razón” (pág.251), pero “la razón separada de la fe ha degenerado demasiadas veces en intolerancia violenta contra los creyentes” (pag.251). Se ha dicho demasiadas veces que las religiones han dado lugar a las guerras, pero el Cardenal responde que “los mayores criminales del último siglo no eran cristianos”, y recuerda a Stalin, Mao, Hitler y Pol Pot (pág.178).

El autor señala que “como en todas partes, los principales desafíos tienen que ver con la pérdida de influencia del cristianismo” (pág.135). Para hacer frente a esos desafíos hace falta que los católicos se comprometan en la defensa de unos valores: “Las fuerzas de la corrección política –escribe-, cada vez más toscas, no se dan por satisfechas con que se trate a todo el mundo con respeto y cariño; exigen, en nombre de la tolerancia, que las actividades homosexuales sean legales igual que el matrimonio entre personas del mismo sexo, y que se impida apoyar la doctrina cristiana sobre el matrimonio y la sexualidad en un foro público” (pág.426). “Los que rechazan la noción de pecado, de ofensa a Dios, las categorías del bien y del mal y las verdades morales nos niegan a nosotros el derecho a defender en público la ética tradicional judeo-cristiana. Nos acusan de ser fanáticos, estrechos de mente y ciegos” (pág.307).

El autor recuerda el caso de Izzy Folau, un jugador de rugby australiano, metodista, que fue apartado de la competición por escribir en Instagram que la homosexualidad es un pecado (pág.250). Parece claro -concluye- que a él no se le ha respetado la libertad de expresión. “Las escuelas cristianas con financiación estatal –se pregunta- ¿podrán seguir enseñando la doctrina cristiana?” (pág.250). Los abogados que defienden a Pell ante los Tribunales no son creyentes y el Cardenal comenta: “Uno de los misterios de nuestra época es el auge de la increencia por parte de hombres y mujeres cuyas vidas morales parecen intachables” (pág.77). Y recuerda que "también nosotros, los creyentes, podemos vivir en la práctica como agnósticos" (pág.275).

Juan Ignacio Encabo

Card. George Pell. Diario en prisión, Palabra 2021