Los que hayan nacido en las últimas décadas del siglo pasado, no pueden ser conscientes de la situación de la Iglesia después del Concilio Vaticano II (1962-1965). Por alguna razón, fueron muchos los que pensaron que todo había cambiado y que podían prescindir de las tradiciones litúrgicas, teológicas y morales de la Iglesia Católica. Como reacción frente al desorden, apareció en algunos rincones un movimiento integrista que rechazaba cualquier cambio, incluso la aceptación de los documentos conciliares. No parecía haber nadie capaz de gestionar aquel conflicto hasta que la elección del papa Juan Pablo II pareció detener la marea. La Iglesia en su conjunto -siempre hay disidentes- agradeció la aparición de aquel papa joven y resuelto.