Dinamizar la santidad

 

Hace unos días leía el arranque de un extenso trabajo, la nueva historia universal del Prof. Peter Frankopan (ed. Crítica, 2019), catedrático de Global History de la Universidad de Oxford, donde explicaba que desde pequeño le había llamado la atención que la historia universal del mundo girara alrededor primero de la cuenca del mediterráneo, después de los sucesos de la vieja Europa y, finalmente, de la cultura y de las guerras del mundo occidental hasta nuestros días.

En efecto, es lógico que esto sea así, pues ya Juan Pablo II nos decía, en la Tertio Millenio Adveniente,  que desde la llegada de Jesucristo al mundo, la historia se dividía esencialmente, en dos; antes de Cristo y después de Cristo. De hecho, antes de ese momento trascendental, la historia del hombre era la búsqueda a tientas de Dios en las cosas, en los astros o en la luz. La búsqueda de Dios y del sentido de la existencia.

Después de la venida de Jesucristo, la historia consiste en la búsqueda que Jesucristo hace diariamente de cada uno de nosotros, sus hijos los hombres. La historia de un hombre es, por tanto, la historia de su oración. De hecho, Ortega y Gasset decía que los hombres y las culturas, que esos hombres crean, son como los planetas y el sol: cuando están más cerca de Dios, más riqueza y verdad expresan y cuantos más lejos están de Dios, más barbarie y frialdad.

Habría, por tanto, dos sistemas para iluminar el globo terráqueo, uno sería desde fuera a base de movilizar un foco con milagros espectaculares que transformasen las conciencias y llevase a los hombres a rectificar sus conductas. Otro, más seguro, sería meter el foco dentro, en la entraña del mundo: es decir iluminar desde dentro el mundo, iluminando el interior de los cristianos, para que tengan luz en el alma y luego iluminen a otros, de modo que se tangencien los haces de luz y se ilumine el orbe. Por tanto para que se lleve a cabo el querer de Dios: “Dios quiere todos los hombres se salven y lleguen a la plenitud de la verdad” (1 Tim, 2, 3-4), hacen falta, instrumentos.

Hay, finalmente, una eclesiología sólida, de raigambre y de peso, destinada a durar hasta el final de los tiempos; aquella que refleja la estructura territorial de la Iglesia visible: El papa, el obispo y el párroco. Una estructura vital que irradia la fuerza de la fe, de los sacramentos, de la Palabra de Dios, de la gracia constante de salvación.

Además, existe, otra eclesiología dinámica, fruto de la perenne juventud de la Iglesia que es, por ejemplo, la Prelatura del Opus Dei; una estructura ágil, dinámica, joven (el próximo 14 de febrero de 2020 cumple 90 años del comienzo del trabajo entre las mujeres) que moviliza y dinamiza la llamada universal a la santidad.

Una organización desorganizada de cristianos que se movilizan y movilizan a otros y esos a otros muchos más. El camino es la amistad y la confidencia, pues la moneda de la amistad es la gratitud.

Un catalizador de la reacción, de modo que lo que duraría siglos la santificación del mundo desde dentro se acelere mediante el ejemplo y la fuerza que arrastra, de cristianos que viven su fe con naturalidad.

José Carlos Martín de la Hoz