El absolutismo ilustrado

 

Es muy interesante volver a leer el trabajo firmado por el académico, profesor e investigador Antonio Domínguez Ortiz (1909-2003) sobre el reinado de Carlos III y la Ilustración, en concreto, las baterías de reformas sociales, políticas y religiosas que impulsó a lo largo de unos de los reinados más innovadores de la historia contemporánea de España.

En primer lugar. hemos de señalar como este monarca se adelanta a los tiempos que le habían tocado vivir, y es considerado como un monarca con ideas, activo, emprendedor, empeñado en el desarrollo humano integral de sus súbditos, muy familiar. Con un concepto claro de la dignidad de la persona humana y de la grandeza de los reinos que estaba gobernando. Un hombre profundamente religioso, en principio bien aconsejado, aunque a veces se dejó llevar por animadversiones y desconfianzas, como luego veremos, a la vez que era fue a sus principios prácticas de piedad, a sus amigos y a sus consejeros, que seleccionaba cuidadosamente.

Se puede decir que el Rey Carlos III encarna un claro ejemplo del despotismo reinante en Europa y preconizado por Hobbes, pero ilustrado según España, donde las relaciones con la Iglesia eran reales, cordiales y piadosas. Pero eran anticlericales a su estilo: deseaban un clero mejor formado, denostaban las excesivas prácticas de devoción popular, número elevado de fiestas laborales y supersticiones (55). Que había más conventos de los que podían sostenerse era bastante claro (123). Evidentemente, evita, en gran parte, los errores de los absolutismos europeos, puesto que utilizaba lo mejor de sus ministros, impulsa o ponía en marcha asociaciones económicas de amigos del país, corporaciones privadas, dedicaba dinero y cabeza a organizar infraestructuras o la fuerza pública tras el motín de Esquilache, decidido para emprender las muy necesarias reformas sociales y eclesiásticas (137).

El error fue haber trabajado siempre desconfiando de los jesuitas y empeñarse en darle una lección a los eclesiásticos y órdenes religiosas de distinción entre anticlericalismo y ser un hombre de fe. Haber expulsado a los jesuitas, aunque fuera después de Portugal (1759) y Francia (1762), de España (1767) es un desdoro y un baldón, pues indica mucha animadversión y error de conocimiento (132). La expulsión, evidentemente, no logró nada más que empobrecer la educación media en España, desprestigiar a la orden religiosa más importante, inquietar y destruir el trabajo de cuatro mil jesuitas del mundo entero (la mitad en España y la mitad en América), para terminar por recluirlos en los estados vaticanos, después de muchas peripecias: “una monarquía cada vez más laicizada y más absoluta empezó a considerar a los jesuitas no como colaboradores útiles, sino como competidores molestos” (137).

De la expulsión se pasó a la extinción de la Compañía (1773) por el papa Clemente XIV, y eso fue una “batalla dentro de la Iglesia católica y la dirección la llevó el rey de España” (142).

José Carlos Martin de la Hoz

Antonio Domínguez Ortiz, Carlos III y la España de la ilustración, ediciones Alianza editorial, Madrid 2005, 371 pp.