El egoísmo que nos aleja

 

“Qué hacer para que te pasen cosas buenas. Es el título de un libro que un hombre tiene entre sus manos, en el vagón del tren. El mantra que este mundo repite cansinamente una frase que nace del pánico. Cómo vivir sin que la noche nos tienda una emboscada” (p. 72). El miedo al sufrimiento, tan presente en nuestra sociedad, donde predomina el yo, del que nos habla Jesús Montiel en este último libro. Y se da cuenta de cuanta gente vive sola, simplemente porque no sabe amar.

Es una enfermedad de nuestra sociedad, esa soledad inmersa en la muchedumbre. Porque si solo pensamos en vivir más o menos bien, nos situamos al margen de los demás, aunque nos rodeen, con mascarillas o sin ellas. “No se trata de hacer el bien o el mal, sino de sobrevivir, ha dicho T. Se nos inocula este veneno desde que nacemos: nuestros deseos, si son colmados, harán de nosotros personas menos infelices. De lo contrario viviremos incompletos. Hay que dar rienda suelta a los apetitos y acabar con esa farsa del bien y el mal. No hay nada que dé sentido excepto la momentánea dicha que procura obedecer las emociones” (p. 83).

Leído con cierta serenidad somos conscientes de la pobreza del planteamiento, pero si pensamos en lo que vemos a nuestro alrededor vemos tantos planteamientos aislantes, que separan. Hay muchos elementos que provocan el aislamiento. Todos los días vemos gentes pegadas a las pantallas del móvil. Y no porque estén aprovechando un viaje en el bus, también en torno a una mesa, donde han compartido el almuerzo. Es una actitud antinatural, la mesa que une a los comensales situados cara a cara, y las pantallas que desunen.

Yo a lo mío. “Se ha gastado el amor, dice T al referirse a su matrimonio, lo que evidencia que está muy lejos del amor. Que lo que llama amor no es capaz de superar la muerte diaria, no camina sobre las aguas negras de la desesperanza y resiste al huracán tristeza. Rehén de sus emociones, T se ha convertido en pura inconstancia” (p. 83). Se desconoce el sentido profundo de lo que es amor, porque ni en la familia, con bastante frecuencia, les han educado en la entrega. El hijo único, los dos hijos como mucho, tan distantes de las familias numerosas, donde sí se aprende.

Para captar la alegría del amor hay que crecer en el espíritu de sacrificio, bastante normal en una familia numerosa. También en familia que no han podido tener más hijos, y son conscientes del peligro del egoísmo, que nace de la soledad. “A P le va bien. Tiene más trabajo y gana más dinero, y eso confunde a sus conocidos, que piensan que tendrá que estar peor que antes porque abandonó a su mujer y sus hijos” (p. 88). El dinero, cuantas familias rotas, destrozadas, por el afán de tener más.

“Lo veo en la cafetería. Ahora que ella se ha marchado y ha elegido la peor de sus vidas, él la espera sin condiciones. Confía en que retorne lo que tal vez nunca vuelva a ocurrir. Quien espera es una rosa que se inclina hacia el cristal para escuchar un poco de cielo. Que el hombre que espera está en peligro de extinción. Ya nadie espera porque nadie ama” (p. 68). Queremos pensar que no es así, que la constancia y la paciencia son virtudes que todavía se encuentran, en este mundo tan materialista.

Las reflexiones de este joven poeta, padre fidelísimo con familia numerosa, son ocasión de reflexión para muchos.

Ángel Cabrero Ugarte

Jesús Montiel, La última rosa, Pre-textos 2021