El fin de la literatura

En un libro

desconocido en España, The Death of Literature (1990), el profesor

Alvin Kernan denunciaba que las generaciones actuales no leen literatura y que

los autores tampoco escriben obras literarias. Se escriben libros con el único

fin de demostrar que el ser un buen escritor se refiere solo a la habilidad de

escribir y que la novela buena es aquella que contiene muchos recursos

estilísticos. Aparte, claro está, dejamos el aluvión de libros-negocio que

pueblan las librerías.

El formalismo, o

sea el análisis estructural de la literatura, presta su atención a los

elementos que se activan para narrar, los recursos literarios, los elementos

que son objetivamente observables. Esto es muy típico de los sistemas de

pensamiento sobre los que recae la influencia marxista, donde el cientifismo

intenta ignorar la realidad antropológica del hombre y elude toda la parte

anímica que subyace en cualquier manifestación artística.

Para saber por

qué leemos es necesario antes reflexionar sobre por qué alguien escribió lo que

vamos a leer. El fin principal del acto de escribir un libro es decir algo a

otro alguien. Consecuentemente, el fin principal de la lectura es saber qué me

dice el autor a mí como lector. Para muchos ser un buen lector es, por ejemplo,

"entender" el Ulysses de Joyce, leer a Faulkner o discutir largamente sobre

el punto de vista en Durrell. ¡Esas son cosas objetivas!, se nos dice, mientras

se cuentan las aliteraciones y las metáforas, se sitúan las escenas en tramas y

subtramas, se analiza el tiempo en relación al espacio y a la narración, se

intenta leer un párrafo sin puntuación aunque nadie lo entienda, etc.... El

análisis minucioso, casi forense, de los libros es, para los estructuralistas,

la verdadera crítica literaria.

Por eso han

proliferado en el siglo XX tantos autores "técnicos", pero una vez que separamos

su técnica de su mensaje nos damos cuenta de que en realidad no había mensaje y

nos topamos con la triste realidad de que hay libros técnicamente perfectos que

no nos dicen nada. En los años treinta del siglo pasado, Pasternak (Doctor

Zhivago
) fue acusado por las autoridades estalinistas de "subjetivismo", el

gran pecado de cualquier artista ruso que no aceptara las normas implacables

del llamado realismo socialista. Su corazón de poeta no podía resistir las

imposiciones del formalismo, necesitaba ese subjetivismo, que realmente no era,

en realidad, más que su propio pensamiento dejado en libertad.

La libertad del

autor es su subjetividad, no tanto las fórmulas que ayudan a su expresión, sino

el significado, o sea, lo que se quiere decir aplicando esta o aquella técnica

narrativa. Los comunistas sabían muy bien que la subjetividad llevaba a la

comunicación en libertad y que era el comienzo de la desintegración de la

dictadura. El formalismo nació (hubo toda una escuela formalista rusa con gran

influencia en Occidente) a raíz de la aplicación de los criterios pretendidamente

objetivistas y con él murió la obra de arte en general y la literaria en

particular.

En el Occidente

actual la dictadura silenciosa que domina en los ambientes académicos marca las

mismas pautas. Sí, las mismas, un poco más sofisticadas. La crítica literaria

formalista sustituye (y desprecia) a la emoción artística y a la lectura

contemplativa. Ya no se sugieren lecturas que formen a los alumnos como

personas en un mundo complejo, con sus problemas y emociones, sino que se dan

listas de libros técnicamente originales o se reparten simples extractos de las

"partes interesantes" y más características del autor en cuestión, desgajándolo

del resto de la obra y mutilando así su mensaje. Por eso nuestros estudiantes

se empobrecen anímicamente y crecen con corazones de vía estrecha.

Alvin Kernan, en

el libro citado, es muy pesimista con respecto al futuro de la enseñanza de la

literatura. No se enseña a leer, si no a analizar. Se confunde el instrumento

(la técnica narrativa) con el fin (el mensaje subjetivo comunicado). Los

profesores exigen al estudiante datos objetivos sobre la obra pero no le preguntan

jamás cómo le ha influido, cómo ha contemplado la realidad con ojos ajenos,

cómo ha viajado en el tiempo y en el espacio para ver la vida ajena en primer

plano con ojos espirituales. El lector contemporáneo se deja entretener pero no

aprende para la vida, para su vida.

Con esta forma de

enseñar a leer (lo mismo pasa con las artes plásticas) convertimos a los

jóvenes (y a nosotros mismos si nos descuidamos) en autómatas de la creación

narrativa, clonados de la técnica, sin pizca de capacidad para la contemplación

de la belleza y, por tanto, ciegos a la verdad.

Cuando como

lector me aproximo a un libro no es por saber qué pasa a continuación, eso

sería un aspecto meramente formal, sino por saber qué me dice a mí. Sí, a mí.

No es lo que nos dice, sino lo que a mí me dice su autor. Por eso

no hay nada mejor que enfrentarse a un texto, sea de la época que sea,

directamente, sin filtros, y experimentar en el alma, en el corazón, la

contemplación de las ideas y de las experiencias de su autor.

La lectura debe ser

un ejercicio íntimo de comunicación entre dos personas y si alguna vez tomamos

un lápiz para subrayar una novela, que sepamos que debería ser para remarcar

aquello sobre lo que debemos volver, como si fuera una grabadora que nos repite

la voz cálida de alguien que nos habla y a quien nosotros queremos escuchar. La

admiración estética vendrá luego ante unas palabras que, sin saber cómo, suenan

mejor en boca (pluma) de este autor, y tras esa reacción, en un segundo plano,

allá en el segundo rincón de nuestra contemplación estará la admiración por el

uso de este recurso o de aquel otro, y tal vez esa sea otra manera de reconocer

el genio que se esconde detrás del texto… pero si primero no nos dejamos

sorprender por los autores de los libros, ya podríamos hablar, esta vez sí, del

fin de la literatura.

 

Carlos Segade, profesor del

Centro Universitario Villanueva