El interlocutor desconocido

 

Me dirigía a buen paso hacia la parada del autobús por una calle de Madrid no demasiado concurrida en ese momento. De pronto una voz ligeramente detrás de mí que me dice con énfasis “¡Hombre, buenas tardes!”. Me volví contento de encontrar a alguien conocido por las calles de la capital, pero la mujer joven que allí estaba hablaba con su móvil. Hablaba con el interlocutor desconocido. Gran desilusión y situación desconcertante pues yo me volví claramente para saludarla, como no era para menos.

Imagino que cosas así han pasado a otras muchas personas en Madrid o en cualquier ciudad. No así en cualquier pueblo porque en los lugares pequeños se conoce todo el mundo, y nadie se pone a hablar con el interlocutor desconocido si se está cruzando con vecinos. Pero en Madrid ocurre caminando por la acera o estando sentado tranquilamente en el bus. De pronto hay alguien que te habla con voz potente y acogedora, pero no es para ti. Es para el móvil.

Hace muy poco íbamos en un bus no más de ocho o diez personas, dispersas por los asientos, uno escribiendo un wasap, otro viendo las noticias, yo rezando el oficio divino, todo con una calma grata y mantenida. Y de pronto una señora empieza a hablar a grandes voces por su móvil. Contándole su vida a no se sabe quién con una estridencia muy molesta y muy llamativa. Y uno piensa: ¿es que no se da cuenta de que le oímos todos?

La gente habla con el interlocutor con gran naturalidad. No sabemos con certeza si habla con alguien o quiere desahogarse. Una vez era un hombre de mediana edad, más bien alto, más bien fuerte, no más de 50 años, sentado y un poco agachado, nos contaba -le contaba a alguien- por qué le habían echado del trabajo. El hombre estaba alicaído y triste. Daba pena, pero nos lo contaba con bastante detalle, dolido porque consideraba que no había motivo para lo que le había pasado. Quizá no había interlocutor o lo éramos los allí presentes. Quizá quería desahogarse, llorar sus desgracias para que le compadeciéramos.

Y así en infinidad de ocasiones. La señora mayor, abuela, que con la excusa de preguntar no sé qué nimiedad, se enzarza en una conversación en la que critica hasta al lucero del alba. Y yo pensaba en el pobre interlocutor que en el otro lado de la línea estaba aguantando todo el chorreo de su madre, abuela o vecina. Por supuesto nos enteramos todos en el bus.

Hoy el ruido en el 27 era como los de antes, el murmullo de bastante gente hablando con el de al lado. Cuando hablas con el de al lado no necesitas gritar y se entera el de al lado, y ya. Hoy era así, como antes, y yo estaba un tanto sorprendido, hasta que en una parada se bajaron del orden de diez o doce mujeres de edades diversas, que irían a ver un museo o lo que fuera, que venían hablando entre ellas con toda tranquilidad.

No siempre es así en Madrid, pero casi. El otro día, cruzando la calle Serrano por el paso de peatones en verde, como Dios manda, me encontré a un matrimonio muy amigo a quienes hacía ya un tiempo que no veía. Grandes abrazos y alegría del encuentro, todo en un instante, porque aquello se ponía rojo. Y unos veinte metros más arriba un muchacho joven, alto, totalmente parapetado de enchufes, se quitó los auriculares al llegar a mi altura y me dijo, ¡perdone, padre, es solo para darle la enhorabuena por el bien que hacen!, todo ello con una sonrisa de oreja a oreja.

Todavía  queda humanidad en Madrid.

Ángel Cabrero Ugarte