El nombre de Jesús

 

En los primeros siglos de la Iglesia, los Padres promovieron una fuerte campaña para que todos recitaran constantemente el nombre de Jesús de modo que resonara en todos los ambientes y en todas las ocasiones el precioso nombre del Señor y terminara por estar grabado por todas partes e incluso, cuando estornudaran, el de al lado dijera: “Jesús”.

Es muy importante recordarnos constantemente a nosotros mismos y a la totalidad del pueblo cristiano la importancia de la centralidad de Jesucristo, pues asegurando esto hemos asegurado el hacerse de la Iglesia, su implantación, en nuestro corazón y en el mundo entero.

Lógicamente, es fácil, muy fácil, enunciar el principio general del nombre de Jesús, tal y como acabamos de hacer y, en cambio, es mucho más difícil llevarlo plenamente a cabo y meterlo muy dentro de nuestras vidas, puesto que las obras van poder detrás de las palabras.

Precisamente, estos días escuchaba al cardenal Semeraro , Prefecto del Dicasterio de las causas de los Santos de Roma, en la conferencia inaugural del master de Causas de los Santos que ha puesto en marcha el Dicasterio de las Causas de los Santos, la Oficina del mismo nombre de la Conferencia episcopal y la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid, unas palabras de un gran significado teológico: la santidad consiste en el ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad.

Es más, del ejercicio de las virtudes de la fe, de la esperanza y caridad, dependen todas las demás virtudes humanas y sobrenaturales, puesto que la definición moderna de las virtudes se expresa como “el fruto acendrado de la donación de sí mismo a Dos y a los demás”.

La argumentación del cardenal prefecto estaba tomada de santo Tomás de Aquino y no de una obra cualquiera sino del “compendium” de teología, uno de los escritos más breves y enjundiosos del Aquinate.

Así pues, la santidad personal, como fruto acendrado del ejercicio de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, podría traducirse al castellano actual como la donación constante a Dios y a los demás. 

De hecho, en la obra clásica de san Alfonso María de Ligorio, La práctica del Amor a Jesucristo, se recuerdan mil maneras sencillas con las que un cristiano puede establecer una relación persona e íntima con Jesucristo.

En la vida corriente del Pueblo de Dios, donde la mayoría de los cristianos están casado y han formado una familia, todo podría resumirse en un triángulo amoroso: Dios, la mujer y el marido. Si se desea mejorar el amor conyugal y expresarlo de manera renovada, el camino es sencillamente retomar la amistad con Jesús.

José Carlos Martin de la Hoz