El poder de la Iglesia

 

La historia de la caridad coincide con la historia de la Iglesia, pues el mandamiento nuevo de la caridad, no se circunscribe a un tiempo, a un lugar o a un grupo concreto de desfavorecidos por algún hecho ocasional.

Una de las escenas más conmovedoras e impresionantes que narraba con gran crudeza y realismo, el gran escritor romano de origen español, el poeta aragonés Prudencio, en su famosa Peristephanon, es la escena sucedida en el siglo III, en la capital del imperio, entre el prefecto de Roma y el famoso mártir, el diácono san Lorenzo, por tanto, encargado de administrar los benes de la iglesia de Roma.

En efecto, ante los requerimientos constantes y amenazas del prefecto de la ciudad, que se hacía eco de las habladurías del pueblo romano y de las leyendas contra la Iglesia y le había exigido la entrega inmediata de los inmensos bienes de la Iglesia, san Lorenzo se mostró imperturbable y reunió a todos los pobres de la ciudad eterna que pudo conseguir.

Al asomarse al balcón y contemplar aquel espectáculo lamentable, el prefecto de Roma quedó espantado y más aún, al escuchar al diácono Lorenzo exclamar sonriendo: este es el tesoro de la Iglesia. Se mostraba de modo claro, visual, que la caridad continua, constante y decidida con los más débiles, descartados y desfavorecidos es verdaderamente: “La riqueza de la Iglesia solo existía para cuidar de las personas que se encontraban en una miseria semejante” (188).

En ese sentido, el poeta Prudencio, al redactar y publicar esta vieja anécdota, estaba recordando a los cristianos de su tiempo, en el comienzo del siglo quinto, que los pobres y mendigos, seguían siendo el tesoro de la Iglesia de su tiempo, y, en general de todo tiempo, pues como Jesús había anunciado ya proféticamente, “siempre tendréis pobres entre vosotros” (Mt 26,11).

Además, el propio san Ambrosio, célebre arzobispo de Milán en uno de sus sermones más clamorosos, añadía algo que es todavía más lacerante: esos pobres eran bautizados, eran ya de los nuestros, pertenecían al pueblo escogido, por tanto, eran hermanos nuestros en Cristo (190).

Asimismo, habría que añadir, como nos recuerda el profesor Brown, la todavía más dura apreciación de san Jerónimo, aquel luchador por la traducción de la Sagrada Escritura, para quien era importante recordar que las autoridades civiles y eclesiásticas de su tiempo ya eran cristianas, y, por tanto, se les aplicaban al pie de la letra las palabras del profeta Isaías, cuando afirma que los pobres “Junto a los demás miembros del pueblo de Dios, les asistía el derecho a clamar justicia frente a los opresores” (192), aunque los mandatarios ya fueran unos cristianos que teóricamente buscaban el bien común y servir a sus hermanos.

José Carlos Martín de la Hoz

Peter Brown, Por el ojo de una aguja. La Riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d.C), ediciones Acantilado, Barcelona 2016, 1224 pp.