El recuerdo recurrente. I Certamen de relato corto, alumnos C.U. Villanueva. Tercer Premio

 

Los resquicios de mi juventud, aquellos años que creí haber desechado de mi memoria, bien por lejanos o por sentirlos ajenos a mi persona. Nací en un mundo miserable, donde los analfabetos eran sabios en modales, en el cual quien menos poseía más entregaba, donde los niños jugaban en las calles con chatarra. Viví y crecí en un lugar donde cada uno se ganaba su propia vida, utilizando solo aquello que les quedaba, sus manos, con las cuales bordaban, cosían, tallaban o arreglaban.

Los años han pasado, y yo he decidido apartarme de la ardua hostilidad de la sociedad que me rodea. Trabajo y desarrollo mi profesión entre un acervo cartográfico, e insólitamente camino por las calles.

He de confesar que uno de los pocos inventos modernos que he aplicado a mi vida ha sido la insonorización de las paredes de mi casa, con el fin de ahuyentar los estruendos mecánicos de los automóviles y taladradoras. Si no fuese por Dolores, ya habría muerto de inanición y no sabría ni en qué año vivimos. Una mujer fuerte y trabajadora, que por desgracia hizo honor a su nombre durante años.

Encantado de conocerles. Mi nombre es Marcelino de Vicente, y soy un provecto anciano de setenta y tres años, que dedica su vida a traducir al papel aquello que pisamos.

Amanece un nuevo día, me incorporo, y, al sentarme en la cama, las plantas de mis pies rozan el aterido suelo cerámico. Me levanto y aíslo las cortinas adamascadas en el lado derecho de la barra, dejando que los primeros rayos de luz iluminen toda la estancia.

Es extraño, pues no huele al café recién hecho que acostumbra a preparar Dolores a primera hora. Me gustaría saber qué ha sucedido, pero no tengo tiempo, pues debo salir presto de casa y afrontar el reto de adentrarme en el medio urbano para acudir a la cita médica concertada para hoy, obligado por un leve problema cardíaco.

Media hora para las nueve de la mañana. Triple cierre de llaves y me dispongo a introducirme en la red de transporte subterráneo. Después de un tramo interminable de escaleras ascendentes y descendentes, me posiciono en el andén, manteniéndome a la espera. En lo que transcurre un suspiro, me percato de que me encuentro rodeado de una multitud de lo más variopinta. El metro llega con un fuerte estruendo, semejante a un intenso viento huracanado en la sierra de Madrid, mi ciudad. Entro en el vagón y, tímidamente, ocupo el único asiento libre. Será un largo trayecto de trece estaciones, por lo que agradezco esta ráfaga de suerte. Y, como quien no espera tropezar o ser sorprendido por algo inesperado, ahí estaba, impreso en tinta negra, una sorprendente y a la vez dramática noticia llegó a mi entender por casualidad. Pero, ¿es que acaso las casualidades existen?

Una mujer, de aproximadamente medio siglo de edad, pelo canoso y nariz aguileña, sostenía entre sus manos un diario de amplias dimensiones. Pasaba página tras página, como un ave batiendo sus alas, cuando, de repente, el tiempo se paró y retrocedió cuarenta años atrás. El pasado, que siempre vuelve, se me presentó con rostro de muerte.

Mis músculos se paralizaron y mi corazón dio un vuelco. Una esquela en las últimas páginas me anunciaba el fallecimiento de un nombre que creí no volver a oír jamás, el de un amigo de mi juventud. Él había llegado a ser catedrático de una prestigiosa universidad y, por lo tanto, el lugar de su entierro se hizo público. Era esa misma tarde. Volví a casa tras mi visita al hospital, roto por la repentina muerte de alguien que ya creí haber perdido.

Una vez más me enfrento a la realidad. Los cipreses a un palmo de tocar el cielo y las lápidas frías como el hielo. Concluye la solemne plegaria por el alma de mi amigo y, de repente, no podía creerlo, Dolores estaba allí consolando a la viuda, que de un momento a otro comienza a acercarse hacia mí. Tal vez venga a echarme por estar de más en este trágico momento. Pero no, no quepo en mi asombro, me toma la mano, y aunque con suma dificultad, consigue articular las siguientes palabras: “Marcelino, eres tú, sabía que vendrías”, entregándome un sobre cerrado, “Es de Fernando. A pesar de todo, nunca te hemos olvidado”. No soy capaz de emitir sonido alguno, así que solo asiento e intento sonreír.

Entonces se marcha, y yo no puedo sostenerme en pie, así que, con un trémulo movimiento, tomo asiento en un banco a la sombra de un pino. Saco la llave de mi casa que guardo en el bolsillo derecho del pantalón y la uso a modo de abrecartas. En su interior me encuentro una serie de folios, con cierto efecto tornasolado, escritos de su puño y letra, a pluma, plegados dos veces. Comienzo a leer:

            Mi no olvidado amigo. Si estás leyendo estas líneas es porque yo ya no pertenezco a este mundo. Creo que ha llegado el momento de que te haga comprender algunas cosas.

En primer lugar, me gustaría pedirte, que valores, aunque sé que ya lo haces, a mi prima Dolores, la cual un día, sin tu saberlo, mandé a tu puerta, pues pensé que necesitarías ayuda en las labores del hogar y compañía, que no fuese una pila de papeles; pues los dos sabemos que tú no puedes dedicarte plenamente a tu trabajo y mantenerte sano, limpio y bien alimentado a la vez.

Ruego que me disculpes, pues tal vez, en cierto modo, te sentirás engañado, pero a pesar de todo necesitaba saber que estabas bien.

Por otro lado, el cliente que te lleva pidiendo tantos años que realices una serie de encargos de reconstrucción de mapas, no ha sido otro que mi persona. Pero quiero que sepas que todo ese trabajo no ha sido en balde, ha resultado esencial en mi investigación, la cual necesito que, ahora que yo ya no estoy, concluyas tú.

Procedo a explicarme. Mi querido amigo, tú, que fuiste el hermano que nunca tuve, tengo que comunicarte que lo he encontrado. Tengo todas las claves para hallar aquello que tantos años estuvimos buscando, pesquisa que yo he continuado a lo largo de estos años.

La  carta continuaba explicando los detalles del hallazgo y finalizaba de este modo:

Ahora, amigo, es tu turno; debes continuar mi legado. Solo espero que saques las fuerzas que sé que conservas, y cierres de una vez por todas aquello que ha sido mi leitmotiv, después de mi familia.

Sal de tu encierro, respira el aire urbano, pasea, observa, comienza a amar la vida.

No serás lisonjeado por este descubrimiento, al menos por el momento, pues debes mantenerlo oculto, pero  conseguirás aquello que siempre has buscado, el origen, la verdad.

 

Autora: Mª Lourdes Matas Íñigo (alumna de 3º Grado de Primaria)