Los clásicos casi siempre nos sorprenden, quizá por esto han llegado a tal privilegiada posición. He leído recientemente Los persas –una de las siete tragedias de Esquilo (525-455 a. C.) que se han conservado–, en la excelente edición y versión de José Alsina Clota para la colección Letras Universales de Cátedra (10.ª ed. 2005). Al terminar la lectura, he pensado que se podía haber escrito hoy, a pesar de que han transcurrido veinticinco siglos.

Los persas es la única tragedia conocida de Esquilo que trata sobre un tema de la época del autor: las guerras médicas, que culminaron con la victoria de Grecia frente a Persia. El dramaturgo participó en la batalla de Maratón (490) y tal vez también en el choque naval de Salamina. Hasta tal punto se sentía orgulloso de estos hechos que, como cuenta Alsina en la introducción de la citada edición de las tragedias completas de Esquilo, en su epitafio, al parecer, no se decía nada de su aplaudida labor como dramaturgo, pero sí de su participación en la guerra.

Una de las sorpresas que nos depara Los persas es que no se trata de un panegírico sobre la gran victoria ateniense y sus heroicos protagonistas, como cabía esperar de un patriota griego, sino que plantea la tragedia desde la perspectiva de los vencidos: la angustiosa espera de noticias sobre el desenlace de la contienda, por parte del coro de ancianos y de la reina madre –acompañada por oscuros augurios y sueños premonitorios–, y la llegada del derrotado rey Jerjes.

La tragedia es universal porque muestra el sufrimiento que toda guerra desencadena, pero quizá fuera también una advertencia de Esquilo a sus paisanos, en aquellos momentos de euforia por la decisiva victoria con la que la libertad, de la que tan celosos se sentían los atenienses desde la muerte del tirano Pisístrato (528), se impuso a los planes sojuzgadores de los persas.

Luis Ramoneda