A grandes males, grandes bienes

 

La experiencia que todavía no hemos terminado de vivir, la pandemia del COVID-19, nos invita a mirar al pasado histórico, desde la edad de piedra hasta lo reciente, para aprender de nuestros mayores y también para poder cotejar entre amabas situaciones y en qué hemos cambiado y en qué no.

Evidentemente, en la antigüedad, hasta la gripe española de 1912, lo común era la absoluta sensación de indefensión y desasosiego que invadía a amplias capas de la sociedad, cuando corría la voz; la terrible palabra “epidemia”, como es recogido por toda la literatura de la época que correspondiera y por la historia de la espiritualidad del momento.

De hecho los “Ars moriendi”, los tratados sobre el arte del bien morir e irse al cielo, es decir, haber logrado la salvación eterna, que en definitiva era lo que más importaba, dedicaban, lógicamente, apartados específicos y abundantes consideraciones acerca de las pandemias.

Evidentemente, estaba aconsejado por el Magisterio de la Iglesia, al clero huir al exilio junto con el pueblo cristiano que tenía posibilidad de hacerlo, pero algunos de ellos debían quedarse junto al médico y los enterradores para recitar la recomendación del alma y administrarles los últimos sacramentos.

También nos hablan de cuarentenas, de encerrarse en casa, de al terminar, encalar las casas y de quemar los cadáveres y la ropa para purificar y sanar, de aislar a los enfermos y esconderse hasta que la propia epidemia pasado ese tiempo, cesaba y quedaban los que no les había tocado o quienes eran fuertes o estaban inmunizados.

Las lecciones, por tanto, que nos da la historia van en la línea de la purificación y de la penitencia, es decir, animar a los cristianos a aprovechar para profundizar en el sentido cristiano de la vida; desprendimiento de los bienes de la tierra, mirar a la meta del cielo, vivir heroicamente la caridad con los enfermos.

Asimismo, también cambiaba la suerte de algunos que podían rectificar el rumbo de sus vidas, pues desaparecían sus acreedores, enterraban a sus enemigos y podían libremente rehacer su vida, si habían salido con ella.

Respecto al clero, es nota común en las Actas de los Sínodos y pastorales de los obispos, evitar las ordenaciones precipitadas, es decir, admitir a las órdenes sagradas o a la vida religiosa a candidatos con falta de condiciones, de vocación, de rectitud de intención, por haberse quedado personalmente en quiebra económica; es decir sin ningún síntoma de vocación. Se recomienda, lógicamente, mucha prudencia, pues, aunque no haya quien imparta los últimos sacramentos o antes que cubrir los puestos de los cuadros directivos u organizativas, con personas poco aptas, se aconsejaba esperar a que se restableciera la sociedad y la vida de la comunidad cristiana.

Ya se ve que lo único en que hemos mejorado es en las cifras de muertos que han sido menores que las pandemias de otros tiempos, pero que los contagios y los remedios definitivos son los mismos del pasado. La naturaleza es sabia.

José Carlos Martin de la Hoz