Humildad, virtud de dos

 

“¡El orgullo! Hay que desconfiar de él como de la más espantosa de las calamidades. Aunque hayamos vencido a todos los vicios, permanece inalcanzable, infiltrándose en nuestros más nobles pensamientos. Es tenaz, sutil y envuelve nuestra alma como la campanilla se enreda en la planta. Crece en el odio, pero también acompaña a la búsqueda de la perfección. Mientras que los demás vicios, por virulentos que sean, permanecen bien definidos y es fácil atacarlos de frente, el orgullo se desliza y confunde nuestra alma hasta el punto de dejarla  desconcertada. No creer más que en la propia miseria. Estas líneas pueden no estar bien escritas, pero son sinceras, y quizá ayuden a alguien. Pero ¿quién me asegura que no tienen a la soberbia como telón de fondo?” (p. 182).

No son estas palabras de un Padre de la Iglesia. Son de un condenado a muerte que tuvo la suerte de una conversión profunda en la cárcel. Y lo que cuenta es su propia experiencia. Si las leemos despacio nos damos cuenta de que el pecado capital de la soberbia es de los que más nos puede afectar a todos y de los que más pueden dañar a la familia. ¡Qué difícil es llegar a esa idea de fondo: no creer más que en la propia miseria! Lo más normal es que nos creamos algo y, por lo tanto, exigimos un trato adecuado.

Si lo pensamos un poco nos resulta bastante difícil ser humildes. Reconocer nuestra miseria, lo poco que somos, lo que nos cuestan las cosas. Las comparaciones que surgen a la mínima de cambio en el trabajo, con nuestros amigos, en la propia familia. “No eres humilde cuando te humillas, sino cuando te humillan y lo llevas por Cristo” (Camino 594). Y, si lo pensamos un poco, somos conscientes de lo que cuesta humillarse, o sea desaparecer, no empeñarme en quedar bien, en salir con la mía.

¿Cuántas discusiones violentas surgen en la vida de familia sólo porque no soy capaz de reconocer mis defectos? “Tienes la habitación desordenada”. “¿Es que no te das cuenta de todo lo que tengo que hacer y que no me ha dado tiempo?”. Es una posible respuesta. Otra sería “perdona, voy enseguida”. Esto supone reconocer mis limitaciones. Y cada acto de humildad, aunque sea pequeño, es un crecimiento en esta virtud, tan importante para la vida de familia y para la unión de los esposos.

También Jacques Fesch, recién convertido, nos advierte: "Constato que el estado del alma más favorable y, ciertamente, el que más complace a Dios, es el que se adquiere cuando se clama a Él por primera vez. La humildad es perfecta y la tensión del alma más continuada. Es una auténtica petición de socorro que recibe respuesta inmediata. Después, al avanzar, la embriaguez del orgullo se mezcla con la buena semilla de la oración, y es difícil mantener la humildad deseable. El alma que se siente colmada por su Señor se llena de alegría, pero también, casi obligatoriamente, de una soberbia injustificada” (p. 187). O sea, cuando el momento de la conversión es muy reciente es fácil reconocer que uno no es nada. ¿Qué pasa luego?

Lo que pasa es que nos creemos algo por nuestro conocimiento de las cosas, por nuestra experiencia, por nuestras dotes, y nos resulta difícil reconocer los fallos. La soberbia se mete fácilmente por cualquier situación matrimonial o familiar, y hace daño, crea división y malestar.  “Eres polvo sucio y caído. -Aunque el soplo del Espíritu Santo te levante sobre las cosas todas de la tierra y haga que brille como oro, al reflejar en las alturas con tu miseria los rayos soberanos del Sol de Justicia, no olvides la pobreza de tu condición. Un instante de soberbia te volvería al suelo, y dejarías de ser luz para ser lodo” (Camino 599).

Ángel Cabrero Ugarte

Jacques Fesh, Dentro de cinco horas veré a Jesús, Palabra 2015

San Josemaría, Camino.