El catedrático estadounidense Javier Texeidor, conocido por sus investigaciones arqueológicas y por su investigador en el ámbito de las ciencias semíticas, se adentra en una importante cuestión; la caracterización del judeocristianismo que se vivió en los primeros siglos del cristianismo, tanto en los primeros discípulos de Jesús, como en los primeros siglos antes de la caída del Imperio romano.

Con una buena base documental y sus conocimientos en las lenguas semíticas se adentra en los escritos paulinos, literatura judía y pagana para buscar los rasgos definitorios y las variantes en la vida de los judíos conversos al cristianismo.

Respecto a la definición del cristianismo como rama desgajada  del judaísmo (9), el propio autor terminará demostrando que se trata de una realidad muy distinta: "La creencia en un Jesús de Nazaret como el mesías anunciado por los profetas bíblicos aleja a los judíos del cristianismo, porque Jesús no era el mesías político que ellos esperaban, y decir que la nueva religión es judeocristiana no hace más que sacudir violentamente los fundamentos del judaísmo. Para un pagano, la conversión al cristianismo podía representar la realización de una manera de pensar, sobre todo de vivir, según criterios bien definidos por las diferentes corrientes filosóficas; para los judíos, en cambio, la nueva religión los obligaba a ir en contra de lo que les habían enseñado los libros del Antiguo Testamento" (61).

Más adelante señalará que "la noción de revelación no es, pues, comprendida ni vivida de la misma manera por judíos y cristianos" (91). Y añade después: "una religión revelada es una cosa, una legislación revelada es otra" (105).

Es indudable que el término acuñado en los primeros años de Antiguo Testamento y Nuevo Testamento está apuntando a que hay que leer el Antiguo desde el Nuevo pues Jesús ha cumplido las profecías y les ha dado el auténtico sentido. No es, pues, un Mesías temporal sino el Hijo de Dios encarnado, con un mensaje de salvación espiritual. El nuevo pueblo elegido por Dios.  

Por lo que se refiere a la conversión forzada, siempre fue condenada por la Iglesia, pues es necesaria la libertad para acceder al bautismo. Como recoge nuestro autor de San Máximo el confesor en una carta dirigida al Superior de una Comunidad religiosa de Palestina desde el monasterio de Eucrates, (Cartago): "oigo decir que esto se produjo en todo el imperio de los romanos, lo cual me sobrecogió con un pavor terrible y me hizo estremecer. Tengo miedo, en efecto, primero de que sea profanado el gran misterio, verdaderamente divino, si le es entregado a gente que previamente no haya dado prueba de que su pensamiento está de acuerdo con la fe;  en segundo lugar, pienso en el peligro en que incurrieron esas mismas personas para su alma, y temo que, al tener la raíz amarga de la impiedad de sus padres conservada en el fondo del alma, traicionen la luz de la gracia y provoquen su condena redoblada,  que será acrecentada por las tinieblas de la impiedad; en tercer lugar, sospecho que la apostasía esperada según el Apóstol podría comenzar con la mezcla de esta gente con los pueblos piadosos, gracias a la cual podrán, sin despertar sospechas, sembrar en las gentes un tanto simples la mala semilla de los escándalos dirigidos contra nuestra santa fe" (64).

Son interesantes, como muestra el autor, las exégesis alegóricas de la Escritura en la Escuela Alejandrina, pues son la señal de los puentes con la tradición y con el pasado, pero también de la separación con los judíos al hacerlo con los antioquenos, apegados a la interpretación literal.

La conclusión final resulta, también, de un gran interés: "En el siglo XX, el mesianismo judío efectuó con el sionismo un viraje decisivo que neutralizó su significación religiosa. El sionismo se apoyaba inicialmente sobre la fe de los judíos en la venida de un mesías que les conduciría a la tierra de Israel" (143).

 

José Carlos Martín de la Hoz

 

Javier Texeidor, El Judeo-cristianismo. Perspectivas y divergencias, ed. Trotta, Madrid 2015, 166 pp.