La biblioteca de Warburg

 

Hay libros que contienen muchas historias dentro de una historia y conviene estar atento para anotarlas y convertirlas, posteriormente, en materia de reflexión, independientemente del hilo conductor de la obra.

Así, entre las muchas historias que narra el filósofo y ensayista Wolfram Eilenberger en su interesante trabajo sobre la filosofía en Alemania entre 1919 y 1929, donde narra la vida y la obra de cuatro grandes pensadores contemporáneos que reflexionaban sobre la filosofía del lenguaje, hay muchas cuestiones aparentemente colaterales pero importantes.

Vamos a detenernos en una de ellas que, aunque pueda parecer trivial, cara al futuro puede alumbrar algunas pistas. Nos referimos a la cuestión de los límites de la robótica y del llamado transhumanismo. Es decir, cuáles son los límites de ese instrumento de profeso y comunicación que se llama internet.

Tomaremos un ejemplo de este magnífico trabajo para aportar una perspectiva que puede servir para clarificar la diferencia esencial entre inteligencia natural y la inteligencia artificial.

Me refiero al problema elemental de la organización de una biblioteca y de algo tan habitual y sencillo, cómo colocar un libro en su sitio después de leerlo, o cómo localizar un libro en una biblioteca.

Cuando Eilenberger describe el encuentro del filósofo Ernst Cassier con la Biblioteca de Warburg o la colección de Warburg en Hamburgo y la breve exploración de aquel laberinto compuesto de miles de libros, el lector aprende una lección capital para la vida: la superioridad de la inteligencia humana sobre cualquier máquina, lo cual da un gran optimismo en los tiempos del transhumanismo y del robo que se nos avecina.

La magnífica organización de la biblioteca Warburg y su traslado a Londres en 1933, merecería un libro entero para explicar con todo detalle cómo puede llegar a ser de fascinante la creatividad de un bibliófilo y de un hombre de cultura, verdaderamente parece un chispazo de la mente de Dios (133-137).

Para nuestro propósito, bastaría con señalar que el sistema que había ideado Warburg para colocar los libros en su sitio y para poder localizarlos en aquel impresionante y aparente laberinto, era tan sencillo como el de ser “buenos vecinos”, a lo que añadía el autor: “este sistema se basaba en un programa propio de investigación sobre lo que verdaderamente era la cultura humana, sobre lo que la caracterizaba y las dinámicas que habían determinado su evolución en los últimos milenios” (133).

Enseguida, nos dirá que los libros estaban ordenados según cuatro conceptos fundamentales. El primero y clave es la “orientación”, es decir, “Esta necesidad elemental de orientarse en su pensamiento y en su acción, en su entera relación con el mundo, da origen a lo que llamamos cultura. Era el verdadero punto de partida de la filosofía kantiana”. Así en esta biblioteca todo se ordenaba en cuatro materias: superstición, magia, religión y ciencia, es decir, “los productos culturales básicos de la necesidad humana de orientarse”. (134).

Inmediatamente, con los otros tres conceptos se reagrupaban los libros dentro de cada sección según el símbolo de que se tratara. Así bajo “imagen” organizaría los libros de “obras ornamentales, gráficas o pictóricas”. Con la palabra “Palabra”, aquellos libros de “conjuros, oraciones, epopeyas y obras literarias”. Con el concepto “acción” reuniría libros que estudiaban “el cuerpo humano como medio de formación de símbolos, esto es, de tratados sobre la cultura de la fiesta y la danza, el teatro y el erotismo” (134).

En cualquier caso, surge la ilusión de viajar a Londres para observar esta maravilla y aprender a meterse en la filosofía kantiana, para comprobar si funciona la biblioteca. La prueba positiva es que Cassier escribió mucho y bien allí, hasta que tuvo que exiliarse a Suecia y a Estados Unidos, pero eso es otro libro (135).

José Carlos Martín de la Hoz

Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929), ediciones Taurus, Madrid 2019, 383 pp.