La inmanencia en Spinoza

 

Tras el giro realizado por René Descartes al mundo del pensamiento y, especialmente, después de la pregunta acerca del método y la inmanencia, otros pensadores tomaron el relevo de la creatividad, como el judío holandés, Baruch Spinoza (1632-1677), quien pudo retirarse en 1660, en las afueras de Ámsterdam, en Rijnsburg, 40 kilómetros más allá, cerca de la Universidad de Leiden, y comenzar una vida nueva de estudio e investigación serena, con sólo 27 años de edad, en un clima de serenidad y estudio, rodeado de un grupo de intelectuales (35-38).

El historiador y filósofo francés Frédéric Lenoir (1962), se ha detenido de nuevo en la obra de este judío incomprendido por todos, para intentar encontrar en su filosofía sabia nueva con la que devolver la ilusión a este mundo intelectual exento de certezas y de raíces profundas, pues ha perdido la visión de la trascendencia.

Precisamente, el esfuerzo de Lenoir parece haber dado sus frutos, pues ha logrado difundir un ensayo de la filosofía del holandés que ha alcanzado la increíble cifra de más de 120.000 ejemplares, por lo que bien puede ser calificado sin lugar a dudas como un verdadero best seller.

El interés de la obra de Spinoza radica para Lenoir en primer lugar, en combatir la superstición (44), así comenzará por preguntarse acerca de la revelación divina de la Sagrada Escritura (46) para continuar por negar la elección del pueblo escogido (49) y culminar en un método crítico exento de sentido sobrenatural (54). En realidad, más que filosofía y racionalismo, habría que hablar de ausencia de fe, pues lo que llama Lenoir distinguir entre fe y razón en la teología, en realidad es una lectura atea de la Escritura (55).  

Es más, como subraya Lenoir en el Tractatus, hay mucho más de Jesucristo y de su cumplimiento de las promesas mesiánicas, e incluso con admiración, pero sin nada personal, ni atisbo de religiosidad o vida de piedad, ni siquiera como paso para casarse con una mujer que le exigía bautizarse: “Spinoza no contempló jamás la posibilidad de convertirse al cristianismo, aunque perdiera con ello su tranquilidad y probablemente al gran amor de su juventud” (57).

Es más, se detiene nuestro autor a resumir que para Spinoza parece que Cristo habría venido a traer “no una nueva religión con nuevas reglas, nuevos dogmas y un nuevo clero, sino a transmitir a la humanidad entera unas verdades eternas” (60). Pero sus contemporáneos eran conscientes que Spinoza negaba la encarnación y la redención.

Así pues, finalmente, nuestro autor llegará al tema clave, aunque no parezca caer en la cuenta: “el Dios de Spinoza es muy distinto: no ha creado el mundo, no es exterior a él y, por tanto, es totalmente inmanente; no tiene cualidades o funciones que se parezcan a las humanas y no interviene en sus asuntos. Ese Dios cósmico lo define Spinoza, al principio de la Ética, como la sustancia de todo lo que es” (90). Es más: “la concepción spizonista de Dios es por tanto totalmente inmanente” (94).

José Carlos Martín de la Hoz

Frédéric Lenoir, El milagro Spinoza. Una filosofía para iluminar nuestra vida, ed. Ariel, Barcelona 2019, 166 pp.