La paciencia de Dios

 

La pregunta que se plantea el historiador y escritor romano Roberto Gervaso, acerca del significado de la figura del papa Alejandro VI y, en general, de aquellos papas del Renacimiento, que tenían más de cortesanos y de señores temporales que de verdaderos sacerdotes de Jesucristo y de las almas, es el objeto de este ensayo histórico que ahora deseamos comentar. De hecho, dice el autor: “parece como si la providencia hubiera querido mostrar que los hombres pueden dañar a la Iglesia, pero no destruirla” (240).

Indudablemente, el libro que ahora presentamos, ha sobrevivido al paso del tiempo y a las investigaciones publicadas más recientes, como las del profesor valenciano Miquel Navarro, director del Patriarca de Valencia y Ordinario de Historia de la Iglesia de la Facultad de Teología San Vicente Ferrer de Valencia, vertida en su famosa tesis doctoral sobre los Borja. Las palabras de balance de este prolijo trabajo, comienzan resaltando la visión humana con la que se ha realizado por el autor, referida a un personaje que en realidad voló siempre a ras de tierra, aunque sus conversiones espirituales, aunque intensas y contritas, fueran poco duraderas.

Es indudable que después de un clamor acerca de la reforma “capite et membris”, que se había extendido en la Iglesia del siglo XV, tras el Concilio de Constanza de 1413, y los sucesivos concilios, realmente, se produjo un parón, al menos en apariencia, pues con Alejando VI y Calixto III, es real que la ciudad de Roma se había convertido en la Corte renacentista más importante. En efecto, la llegada de Alejandro VI (1431-1503) al pontificado (1492-1503), refleja indudablemente que pesaba más en el ánimo de los cardenales electores el asentamiento y funcionamiento de la Curia romana y sus correctas relaciones con los obispos del mundo, mediante la elección de un vicecanciller que llevaba treinta años trabajando en la curia romana, que conocía quien era quien, que gozaba de buena salud, y  que, por tanto, conocía como fortalecer la Iglesia universal desde Roma.

Es claro, asimismo, como muestran los documentos aportados en este libro que el Espíritu Santo, a pesar de la indudable debilidad humana y extravío de costumbres del pontífice, supo guiar su mano y su espíritu, de modo que pudiera favorecer la sana doctrina de la Iglesia: “no toleró excepciones ni infracciones a la liturgia, se erigió en severo guardián de la ortodoxia y en intransigente paladín del dogma, protegió y benefició a las ordenes agustina y dominica, secundó nacimiento de los Hermanos Mínimos, promovió el culto a santa Ana y a la Virgen y dio nuevo impulso al ángelus. Veló por la pureza de la doctrina, como atestigua el edicto de censura publicado para Alemania en 1501, en el que, pese a reconocer la utilidad social de la imprenta, denunciaba sus abusos” (234-235). A lo que habría que añadir que alentó las misiones en América, África y Asia: “Lobo en medio de otros lobos, no fue ni mejor ni peor que otros predecesores y sucesores” (237). En suma: estamos ante un caso nítido del amor y de la paciencia infinita de Dios por sus hijos los hombres.

José Carlos Martin de la Hoz

Roberto Gervaso, Los Borgia. Alejandro VI, el valentino, Lucrecia, ediciones Península, Barcelona 1996, 285 pp.