Las campanas de Jerusalén



Redoblan jubilosas las campanas de
Jerusalén. Resuenan por las callejuelas del zoco que rodea el Santo
Sepulcro, los bastones metálicos de los turcos que dirigen la
procesión del Patriarca, los franciscanos y los demás ministros.
Se acercan solemnemente a la puerta de la Basílica mientras los fieles
buscan un  hueco por donde acceder y
ser testigos de este gran Pontifical en conmemoración de la
Resurrección de Cristo. El aire es limpio y brillante en un día
de inusitado calor a las 9 de la mañana. Se siente la emoción del
momento. El Sepulcro está vacío.


 


Como en pocos lugares, en Jerusalén se
palpa el contraste entre la magnitud del acontecimiento y la escasa
celebración en la
ciudad. En el lugar de los hechos, allí donde
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, resucitó por su propio
poder para darnos nueva vida, los hombres no lo tienen en cuenta. Los
cristianos son minoría y ni siquiera la extraordinaria afluencia de
peregrinos para la Semana
Santa –seguramente este año más que en
ninguno antes- logra un ambiente festivo, salvo en el barrio cristiano. Los
judíos y los musulmanes, mayoría en la ciudad santa, siguen su
vida como si no hubiera pasado nada.


 


Pero sí que ha pasado algo, y en este
lugar, junto al Calvario, a la puerta del sepulcro vacío, la fiesta es
máxima. El órgano suena en su mayor esplendor mezclándose
con el gregoriano cantado por los celebrantes y el pueblo. La alegría
aquí se palpa. Es un mundo de luz en medio de las tinieblas de una
ciudad que no conoce a su Salvador.


 


Como si se tratara de una lección de
catequesis, en este Santo Templo se levanta el lugar del Calvario, al que se
accede por unas estrechas escalerillas nada más traspasar la puerta, y
unos metros más al fondo el Santo Sepulcro en el que fue depositado el
cuerpo del Señor. Y de esta manera, por providencia divina, que dispuso
de una sepultura vecina al promontorio del Gólgota, en una misma iglesia
se venera la muerte y la resurrección de Cristo. Porque fue así y
porque hemos de entender que Jesús debía morir por nosotros y
resucitar para librarnos del pecado y llevarnos a la eterna felicidad del
cielo. Por eso la Iglesia celebra cada domingo, la muerte y la
resurrección de Cristo.


 


La alegría de la Pascua se celebra junto
a la Cruz, sin olvidar nunca que Él se ofreció voluntariamente
por nosotros y resucitando nos mostró el camino del cielo. De ahí
el gran gozo de todos los creyentes que sabemos que, a pesar de nuestras
miserias, y de los acontecimientos más o menos dolorosos por los que
debamos pasar, tenemos al final, siempre, la alegría de la
Resurrección.


 


Después de una semana siguiendo los pasos
de Jesús por toda la tierra que Él pisó, meditando sobre
su nacimiento, su infancia, su vida pública, llega al final nuestra
peregrinación mezclándose la pena de la despedida con la
alegría de ver la vitalidad multirracial de peregrinos de todo el mundo que
buscan los orígenes, congregándose jubilosos junto a la Iglesia Madre.


 


Ángel Cabrero Ugarte


 


Radio Intereconomía, 28 de marzo de 2008,
20,15 horas.


 


 


Para leer
más:


 


Chevrot, G. (2005) La
victoria de la Pascua
, Madrid, Palabra


Corsini, M. (2004) Historia
de la Sábana Santa
, Madrid, Rialp