Las tres colinas

 

Solía afirmar el catedrático de Derecho Eclesiástico de la Complutense y Vicepresidente de la Real Academia de Jurisprudencia, Rafael Navarro Valls, que la civilización occidental se sustentaba sobre tres colinas: el derecho Romano, la filosofía griega y el Evangelio de Jesucristo.

Precisamente, debemos al emperador Justiniano (582-655), una de las obras más importantes de la antigüedad, que bien merecería ser denominada verdaderamente como el comienzo de la Edad Media. En efecto encargó, ante la barbarie que asediaba el imperio Oriental Romano que el gobernaba y arrasaba la parte occidental del mismo, la realización de la gran compilación del Derecho Romano que había sustentado el imperio durante siglos, el Corpus Iruris civilis que se componía inicialmente de tres volúmenes: el Codex, el Digesto o pandectas y un manual de derecho Romano denominado las Instituta. Posteriormente, se añadieron las Novelas y otras colecciones.

Siglos más tarde, ya en el XII, Accursio, uno de los grandes juristas medievales, redactó un conjunto de glosas del Corpus Iuris que fueron conocidas por la posteridad como la Glossa ordinaria o, simplemente, la Glossa. Más tarde, a finales del siglo XIII aparecieron los comentaristas o decretalistas, que eran grandes juristas que en sus clases y en su actividad como juristas se planteaban problemas e interrogantes. Finalmente, llegaron los grandes compiladores: y Baldo de Ubaldis. Es interesante, lo que comenta el profesor Carpintero en su historia de los avatares del Derecho natural: “al jurista tampoco debía importarle la ciencia teológica, indicaba Acursio, ya que entendían que la jurisprudencia es un arte que en sí mismo tiene principio y fin, cosa que no sucede con ningún otro saber: “jurisprudentia sola scientia habet caput et finem” (39).

En cualquier caso, no podemos olvidar que “los textos del derecho romano hablan del ius naturale y del ius gentium, y la cultura cristiana asoció pronto la expresión derecho natural a la ley escrita en los corazones de los hombres de la que habla san Pablo (Rom 2, 15), que hace que los gentiles, sin necesidad de una Revelación sobrenatural, sean leyes para sí mismos” (40).

Precisamente la unión de las diversas perspectivas en una visión común hizo el resto: “Civilistas, teólogos y canonistas entendían por ius naturale, al mismo tiempo, una norma eterna e inmutable acerca del bien y del mal. De origen divino, impresa en la inteligencia humana. Fue lógico que los canonistas no se entendieran sobre este tema con los civilistas. Efectivamente, los canonistas entendieron por derecho natural «lo que está escrito en la ley y en el Evangelio», y eso poco tenía que ver con algunas de las nociones del derecho natural y del derecho de gentes que encontramos en las fuentes romanas” (41). Ya san Isidoro de Sevilla en sus Etimologías decía que “lo que él llamaba «igual libertad de todos» y la «común posesión de todas las cosas» se fundamentaban en el derecho natural o, quizás, más bien que estas instituciones son las que componen y en las que consisten en parte ese derecho” (42).

José Carlos Martín de la Hoz

Francisco Carpintero, La ley natural. Historia de un concepto controvertido, ediciones Encuentro, Madrid 2008, 407 pp.