Lo que queda en la memoria

 

Casi seguro que quien conoce a Dostoievski ha leído “Los hermanos Karamázov”. Casi podríamos decir que a todo aquel que le gusta la literatura rusa ha leído ese libro, lo cual no deja ser sorprendente ya que estamos ante un libro de más de mil páginas en casi todas sus ediciones. Pero Dostoievski no defrauda y crea un hábito de lectura útil al lector.

En esta gran novela habla uno de los personajes: “No hay nada más sublime, más fuerte, más sano y más útil que un buen recuerdo, y sobre todo si es un recuerdo que se atesora desde la infancia, de la casa del padre. Os hablan mucho de educación, pero cualquier recuerdo bello, sagrado, conservado desde la infancia, puede ser la mejor enseñanza. Incluso si nuestro corazón atesora un único recuerdo bueno, éste puede salvarnos en cualquier momento” (Pensamientos y reflexiones, p. 89).

¡Qué sabiduría encierran estas palabras! Parece elemental y cualquiera lo podríamos haber dicho, pero Dostoievski lo escribe y al lector le impacta. Quizá la gran ventaja de la relectura es que se fija uno mucho más en los detalles. En la primera lectura vas a ver qué pasa, en la segunda te metes a fondo en cada párrafo. Véase por ejemplo en Don Quijote.

Lo que nos dice aquí el autor ruso sobre el recuerdo no es algo particular de una cultura, ni de una religión, ni de una época de la historia. Es la vida misma. Es la vida de ahora. Y quizá, podríamos pensar que hace falta oírlo ahora más que nunca.

Porque la sociedad actual empuja demasiado a los padres hacia el exterior, hacia sus agobios laborales, hacia sus compromisos sociales, hacia no se sabe dónde. Me decía un amigo hace poco que por la tarde está deseando terminar su trabajo, salir puntualísimo, para llegar a su casa para estar con su niña antes de que se vaya a la cama, su primera hija, con la que pasa ratos maravillosos. Pero hay otros, bien lo sabemos, que no aguantan demasiado el dedicar tiempo a los niños.

Es importante pensar en el valor de los recuerdos. Un ambiente piadoso, densamente cristiano, sin cosas raras, es lo que más ayuda a los niños a encontrarse con Dios. No se olvida nunca. Y quizá un muchacho adolescente o universitario, que por el efecto social o de amistades, se aparta un poco de la práctica cristiana, es más fácil que vuelva simplemente por el valor de los recuerdos.

La amabilidad en la educación. Si un padre no hace más que chillar a los niños y enfadarse por cualquier cosa que no va bien, el recuero que puede quedar en la memoria del hijo puede ser nefasta. Si la madre no hace más que enfadarse y dar gritos a los hijos, mal camino. Y esto es algo que los padres deben pensar con frecuencia. Ser amables no es ser permisivos, porque no se les educa a los niños dejando que hagan. Pero en todo el empeño de educar bien, para  conseguir buenos hábitos en los niños, debe presidir la amabilidad, un cariño auténtico, con detalles que ellos recordarán toda su vida.

Dice también Dostoievski: “Hay una asombrosa muchedumbre de hombres que no saben reírse en absoluto. Más bien: no se trata de saber, es un don innato. O, para adquirirlo, hay que empezar de nuevo la propia educación, ser mejores, dominar los malos instintos. En ese caso, la risa de un hombre podría mejorar mucho. La risa pide antes que nada sinceridad, pero ¿dónde se encuentra eso entre los hombres?” (p. 62). ¿Sabe usted reírse con sinceridad?

 

Ángel Cabrero Ugarte

Dostoievski, Pensamientos y reflexiones, Rialp 2021