“Los inocentes” de Ioana Pârvulescu, es una historia de niños rumanos de mediados del siglo pasado. O sea, chavales que vivieron bajo el dominio comunista, lo cual apenas se nota en la historia, porque viven en un pueblo, con los modos de diversión y con los mismos juegos que teníamos en España en esas épocas. Eran niños felices porque, aunque dominaba teóricamente el comunismo, ellos seguían siendo cristianos, y en la familia había un empeño en la buena educación, aunque de modos casi imperceptibles.

Unas diferencias esenciales con respecto a lo que hay ahora: no tenían televisión, no tenían juegos caros o bicicletas lujosas y, sobre todo, no tenían móviles. Eran niños normales disfrutando de la naturaleza, inventando juegos, fisgoneando en lo que hacían los mayores, con toda naturalidad. Se nota en el relato que eran niños felices, y se palpa que no tenían ninguna comodidad, pero no se quejan para nada.

Ahora hay televisión y hay móviles. Se acabó la naturaleza. Bien es verdad que la historia que se nos cuenta transcurre en un pueblo, pero en esas épocas es cuando empezó a haber alguna televisión y no hubieran podido imaginar lo que iban a ser los móviles.

El móvil hoy en día es un instrumento prácticamente imprescindible para cualquier persona, hombre o mujer, que tiene una vida normal, familiar y laboral, que necesita estar en contacto con el mundo, y ahora no hay ningún otro medio que sea más útil para infinidad de situaciones de nuestra vida normal. Pueden surgir aparatos mejores, pero, hoy por hoy, el móvil es una ayuda grande para infinidad de cuestiones de la vida misma.

Es precisamente el hecho de verlo como lo más natural en nuestras vidas lo que dificulta el planteamiento de evitar que los jóvenes lo tengan a su disposición. Lo triste del móvil, como aparato casi imprescindible, es que sea, además de otras muchas cosas, un modo de perversión. Es decir, hay no pocas utilidades de este aparato que son dañinas. A jóvenes y a mayores, pero los planteamientos suelen ser bastante distintos entre adultos que entre jóvenes o niños.

Qué difícil es hoy en día que los niños disfruten en el campo, paseando entre la naturaleza, descubriendo bichos, animales desconocidos. Los hay que sí. Hay familias que ponen los medios para irse con los hijos al campo, variando un poco de lugares para que los pequeños descubran la naturaleza.

Las cosas han cambiado mucho más en cuarenta años que en cuarenta siglos. Y hay que tenerlo en cuenta. Si valoramos en algo la formación, la educación, la vida de piedad, de nuestros hijos, necesariamente hay que tomar unas decisiones bien pensadas sobre lo que es útil y bueno y lo que es malo, a veces claramente pernicioso. Que los padres se puedan quedar al margen del uso de los móviles que hacen los hijos es de una imprudencia gravísima.

Hace cuarenta años si un chico andaba con una revista pornográfica era porque tenía un amigo “malo”. Procuraba ocultarla para que nadie la viera en casa. Si los padres lo descubrían el disgusto era no pequeño. Ahora las cosas han cambiado tanto que se nos ocurre pensar si a tantas personas mayores se les ha olvidado la diferencia entre el bien y el mal. Me contaban hace poco que a un chaval de unos 17 o 18 años su madre le proveía de preservativos. Con eso está dicho todo.

Ángel Cabrero Ugarte

Ioana Pârvulescu, Los inocentes, Ed. Armenia 2024