Los seguidores de Arrio

 

El ilustre historiador de la Iglesia antigua y de la patrología, Rowan Williams, que fue también, hace pocos años, el arzobispo anglicano de Canterbury, ha publicado uno de los trabajos más exhaustivos sobre a figura y la teología del presbítero alejandrino Arrio y, en general, el arrianismo de los primeros años del siglo IV.

La tesis fundamental de este tratado consiste en subrayar que en realidad el denominado arrianismo, no existe como tal en los textos que se conservan de la época y que, por tanto, los grupos más o menos amplios de creyentes que no aceptaron las constituciones y cánones del Concilio de Nicea del 325, ni formaron una unidad con Arrio, ni estaban de acuerdo entre ellos.

Como la extensión de este trabajo puede llevar a perder de vista el objetivo del mismo, también conviene recordar que la tesis contraria es la prevalente y para la mayoría de los autores, realmente, existe el arrianismo tal y como se estudia habitualmente, aunque la mayoría de los autores reconocen que la interpretación de la doctrina de Arrio nos ha llegado a través de la figura de Anastasio.

Estamos ante un caso de interpretación histórica con autores de primera línea, todos ellos muy respetables, y con escasas fuentes fiables, pues la mayoría de ellas desaparecieron en el fervor de combate que, verdaderamente llegó a ser crucial para la historia del pensamiento.

El problema, como suele ser normal en este tipo de trabajos más filosóficos y exegéticos que teológicos, es que de Platón, Plotino, Portifio y los neoplatónicos apenas podemos obtener opiniones fundadas: “la historia misma de la teología, en particular de la teología patrística, es una historia de la exégesis (y por tanto, sus crisis son crisis en torno a los principios de la exégesis)” (128). De todas formas no nos olvidemos de la traición y por tanto de lo que nos dicen los padres de la Iglesia cuando hacen exégesis e teología bíblica. De hecho, recordará nuestro autor: “Tanto Alejandro como Atanasio apelan al hecho de que Cristo es adorado como divino, y Atanasio desafía a los arrianos a que den sentido al rito del bautismo a partir de sus premisas teológicas. Así las lecturas de Arrio son de facto divisivas. La regla rectora de Atanasio es lex orandi lex interpretandi” (121).

Es evidente que si Williams insiste en que “Arrio niega que el hijo conozca su propia ousia” (145) está marcando una línea de inferioridad respecto al Padre: “el credo de Nicea al afirmar la perfecto semejanza del Hijo con la ousia del Padre. Por su puesto su teología era considerada sospechosa por los neoarrianos que insistían en la desemejanza sustancial del hijo respecto del Padre” (191).

Precisamente nuestro autor reconoce que para sus contemporáneos: “Arrio era sospechoso porque desarrollaba el lenguaje tradicional desde un punto de vista lógico en una dirección que amenazaba la realidad y la integridad de la revelación de Dios en el Hijo” (274).    

José Carlos Martín de la Hoz

Rowan Williamns, Arrio, ediciones Sígueme, Salamanca 2010, 430 pp.