Los modos de vida urbanos, con tanto ajetreo, tanta prisa, tanto ruido no facilitan la contemplación ni el sosiego. En Prisionero en la cuna (Encuentro, 2020) –igual que en libros anteriores–, Christian Bobin nos enseña a mirar, nos asombra con su capacidad para captar la belleza de objetos nimios, de situaciones aparentemente llenas de vulgaridad; la belleza de lo que no sirve para nada, según las coordenadas en las que solemos movernos: para contemplar la naturaleza –que es el rostro de Dios soñando–, únicamente tenía las malas hierbas que hendían con su felicidad las aceras de mi calle y las margaritas de los jardines obreros, pequeñas colegialas con cuello de Peter Pan que conversan en un internado de hierba verde (págs.. 51-52).

Pienso que las actuales circunstancias, con las reclusiones periódicas, las incertidumbres…, pueden favorecer que nos paremos un poco y aprendamos a disfrutar con la belleza de lo cotidiano y a reflexionar sobre lo que de verdad importa. Asomarse a la ventana, fijarse en los colores del otoño en un parque, en las flores que lucen en la terraza de un vecino, en el reposo de un mirlo en una rama, en los cambios que la luz solar nos ofrece…, nos ayuda a descubrir el sentido del don, del regalo.

Escuchar buena música, leer despacio algún poema o un relato, conversar sin crispación sobre temas que nos aparten un poco de la información diaria –insistente en lo negativo y poco variada– son otros modos de aprender, de adquirir sabiduría. Conozco a una persona que ha recuperado la elaboración de conservas, mermeladas y postres caseros que hacía su madre y a otra que ha aprovechado la reclusión para averiguar un poco sobre la historia de sus antepasados… Son actividades que pueden ayudarnos a afrontar con buen talante las situaciones difíciles y a crear un entorno más sereno y esperanzador.

También para la creación artística en general –no solo para la pintura o la escultura– es muy importante saber mirar, como ya señalaba hace algunos años José Julio Perlado en El ojo y la palabra (Eiunsa, 2003). No la mirada superficial, sino la mirada profunda, sosegada, la que sabe interiorizar lo que vemos y trascender. Y si se trata de personas, ¿qué decir de las manos de un buen artesano, de los dedos, quizá deformes, de una anciana, que son el testimonio de una vida irrepetible, con toda su riqueza y complejidad; o qué decir de los primeros pasos vacilantes de un niño, o de la mirada del otro, anónimo para nosotros –en las calle, en el metro, en una sala de espera…–, sea de alegría, de dolor, de miedo…? Me parece que podemos transformar lo cotidiano, lo ordinario, en una aventura fascinante, si aprendemos a mirar y a contemplar con gratitud.

Luis Ramoneda

José Julio Perlado. El ojo y la palabraEiunsa, 2003.