Misericordia con nuestros mayores



El espíritu cristiano es aliento de caridad, y
cuando se habla de obras de misericordia podemos descubrir infinidad de
posibilidades de dedicación a los demás. Es verdad que se piensa sobre todo en
dar algo al necesitado, pero no es preciso que ese algo tenga que ser dinero,
alimento o ropa. La experiencia nos enseña que quienes más ejercitan la
misericordia son los que menos tienen, pero saben darse.


 


En nuestra sociedad abundan las iniciativas de
voluntariado, quizá más que nada por parte de jóvenes, que tienen corazón
generoso. Se trata simplemente de hacer un poco de compañía a los que están
enfermos o solos. Entre estos tenemos sobre todo a muchos ancianos.


 


Las sociedades modernas de las grandes ciudades
se olvidan con cierta frecuencia de sus mayores. No es fácil que en un ambiente
de prisas, de falta de tiempo para el descanso, de afán de salir a la
carretera, encontremos el hueco para acompañar a nuestros padres y abuelos.
Pero ellos nos necesitan, y nosotros los necesitamos a ellos.


 


Nos cuesta dedicar tiempo. Son minutos lentos, nos
rompen el ritmo. Queremos hacerlo todo deprisa, quemar etapas, cumplir rutinas,
y nos cuesta estar; con paz, con sosiego, mirando o hablando. Sin temas que
resolver ni cuestiones especialmente trascendentes que tratar. Recordando. Nos
queda poco espacio para el recuerdo en nuestro afán eminentemente creador o
productivo. Sin embargo en el recuerdo están nuestras raíces.


 


Podríamos pensar en actividades de voluntariado
con diversas personas necesitadas del tercer mundo, o los enfermos de nuestro
entorno, y todo eso es bueno. Pero no será bueno si no es ordenado: desorden
tremendo sería hacer todo aquello y desatender a nuestros abuelos. Ellos nos
están esperando.


 


Es verdad que no nos van a contar nada. Al menos
nada nuevo; ellos no tienen actualidad. Precisamente por eso suponen para
nosotros una terapia de humanidad que es imprescindible para que seamos
personas con corazón, que piensan y sienten junto a sus seres queridos. En esto
la sociedad moderna de las grandes ciudades tiene un déficit alarmante.


 


Estar con los mayores, dedicarles nuestro
tiempo, no tiene ningún rédito notorio. Nos resulta tan rutinario que parece
inútil. Pero nos han dado la vida, y tienen en ellos mismos la potencia de lo
que nosotros podemos ser. Apoyarnos en el pasado es impulso para el futuro.
¿Qué mundo podemos crear sin contar con los que ya lo han dado todo? Cuando
hacemos algo sentimos que tenemos derecho a un agradecimiento, a un cierto
reconocimiento del esfuerzo, a un descanso acogedor. ¿Y que les damos a
aquellos que lo han hecho antes?


 


La caridad es generosidad, es darse más que dar.
Quizá lo que más nos cuesta entregar es nuestro propio tiempo, porque lo
valoramos demasiado. Por eso son más estimados los ancianos en las ciudades
pequeñas, en los pueblos, en otras civilizaciones menos aceleradas. Por eso
somos los habitantes de este mundo apresurado los que más tenemos que parar y
preguntarnos quién nos necesita, y decidirnos a detenernos con ellos, nuestros
ancianos.


 


Ángel Cabrero Ugarte


 


Radio Intereconomía, 7 de marzo de 2008; a las
20,15


 


Para leer
más:


 


Juan Pablo II (2004) Cartas
a las, a las familias, niños, los jóvenes y los ancianos
, Madrid,
Palabra


Benedicto XVI (2006) Deus
caritas est
, Madrid, Palabra


Hahn, S. (2005) Lo
primero es el Amor
, Madrid, Rialp


Lubich, Ch. (2006) El
arte de amar
, Madrid, Ciudad Nueva