La muerte… algo sobre lo que muchos no quieren hablar pero que está en lo más íntimo de la persona, es el final del ciclo de la vida, aunque forma parte de ella. ¿Por qué, entonces, hay tantos libros que tratan de cualquier problema, ilusión o aprendizaje de la vida y tan pocos que nos ayuden a acabar bien lo que hemos querido conseguir y perfeccionar?

La vida es maravillosa y ese esplendor engloba multitud de actividades que se pueden resumir en vivir y morir. Facetas igual de intrigantes, misteriosas y difíciles de acometer, porque, en esencia, forman parte de lo mismo. El talante ante la vida nos marcará nuestra actitud ante la muerte. No es posible vivir como víctimas y pretender evitarlo ante la muerte. Hay que desterrar el victimismo, destruirlo desde el momento que quiera invadirnos, porque es absurdo y carece de sentido. La vida –y la muerte- es un regalo. ¿Cómo se puede sentir alguien dolido el día de su cumpleaños al recibir un presente? La imagen resulta patética. ¿Qué hemos hecho para merecer la vida? ¿Es, sin más, lo que nos corresponde? La muerte es, en verdad, lo más adecuado, es como devolver algo que nos han prestado. Debemos aferrarnos a la vida con desprendimiento: esforzarnos, luchar por ella, deleitarse, pero sin convertirla –sin rebajarla- a una atadura. El fin de la vida no puede quedar en simple “vivir”, un vivir que se convierta en aprovechar los días perdidos en la angustia de hacer muchas cosas y la complacencia por ello. Hay tiempo para lo que hay tiempo. “La vida es muy larga” o no, será como tenga que ser para cada uno.

La muerte no se precipita sobre nosotros de repente, no nos sepulta sin dejarnos acabar. La muerte – ¿por qué no?- nos acompaña siempre, protegiéndonos, cuidándonos, ayudándonos a crecer, a germinar, y cuando estamos preparados nos recoge con cuidado y nos guarda en su lecho eterno. La muerte, es ese fenómeno imposible de entender como algo ajeno a la vida, que deberá estar presente de forma principal en esta como un nuevo reto. Por eso me opongo -en parte- a las palabras de Dylan Thomas cuando nos dice:

“No entres dócilmente en esa buena noche.

La vejez debe arder y delirar al final del día.

Rabia, Rabia contra la luz en su agonía.”           

     
No creo que la vejez-ni la muerte- deba ser rebatida, como no debe serlo el nacimiento de un niño. La vida es espléndida de principio a fin y no es humano-en el sentido más trascendente- el doblegarse contra el surco natural de nuestra existencia. ¿Acaso se frena el río y  se revuelve cuando le llega el momento de precipitarse en forma de cascada? No. Sigue su flujo, cae, y vuelve a ser una corriente tranquila.

Es curioso como el hombre se niega a aceptar su maravillosa realidad y las etapas de la misma: el niño quiere ser grande, el adulto no quiere llegar a la vejez y quiere regresar a la infancia, y el viejo-esta no es una palabra denigrante- quiere volver a la juventud y se revuelve contra esa “buena noche”. Al fin y al cabo, yo no lo considero así, sino más bien como un nuevo día, lleno de luz y totalmente distinto al anterior.

Por esos mismo no debe darnos miedo la muerte -del cuerpo- pero debe espantarnos es el adormecer el alma. Eso es lo que lleva a las personas a morir en vida. Esa es la verdadera “luz en su agonía”.

Ana Vidal

David Baldacci,  Buena suerte, Zeta Bolsillo, 2008. 

Jean Guitton, Mi testamento filosófico, Encuentro, 1998.