El profesor François-Xavier Bellamy (París, 1985), ha redactado un magnífico ensayo sobre el tiempo, sobre su escalada, velocidad, perpetuidad y eternidad, que concluye de modo magistral con esta afirmación: “sin lugar a duda la literatura puede dar testimonio de lo que nuestros esfuerzos humanos desean alcanzar: no el cambio continuo, sino una vida salvada y para siempre” (199).

En efecto, nada más comenzar, al volver a la filosofía griega, nos recuerda, en clara referencia al relativismo de Heráclito y de Parménides que: “Cuando nos sumergimos en épocas tan lejanas no deja de impactarnos su asombroso parecido con los debates actuales” (26).  Es lógico, por tanto, que, al entusiasmo de la cultura moderna por el movimiento, que denomina nuestro autor, verdadera pasión por el cambio (82), le responda prontamente el grito de angustia que provoca esa aceleración. A lo que añadirá nuestro autor: “si la pretensión del cambio permanente es una locura, intentar fijar el mundo es una extravagancia” (125).

Inmediatamente, nuestro autor abroga por la virtud de la prudencia, o dicho con palabras más modernas, propicia la vuelta a la “sabiduría del discernimiento”, es decir a ser almas de criterio. El progreso está en relaciones con los fines marcados y estos últimos están en relación con el sentido de la vida (126).

En cualquier caso, es realmente interesante el esfuerzo que hace actualmente nuestra cultura occidental por negar no solo la realidad, sino también el realismo: “¿Qué significa habitar el mundo? Habitar el mundo es situarse en un espacio que supera la abstracción geométrica. El espacio euclidiano es neutro, conceptual, indiferenciado: cada punto es homogéneo en relación con cualquier otro” (141).

Lógicamente, hay verdades irreductibles: “Vivir y habitar el mundo, existir y ser un cuerpo, supone aceptar un orden de restricciones, una infinitud de renuncias. Estar verdaderamente en alguna parte es, siempre, renunciar a estar en cualquier otra” (145).

Es más, aunque algunos desean negarlo, también hay límites reales al deseo: “Este proyecto de emancipación absoluta está condenado al fracaso. La técnica no puede abolir las limitaciones que acompañan a nuestra experiencia de la realidad sin abolir la realidad misma. Las restricciones contra las que nos rebelamos no son un defecto de la vida, sino de aquello que la define en el sentido más fuerte del término. Al fin y al cabo, lo que está en juego es la realidad de nuestros propios cuerpos y habitar el mundo es también habitar nuestros cuerpos” (152).

Efectivamente, el filósofo parisino pone el dedo en la llaga cuando afirma: “el reino del movimiento no podía significar otra cosa que un dominio inédito de la economía, y de una economía absolutamente dominada por el mercado” (153). Pero, siempre nos quedará la singularidad de la persona, de la amistad, del amor como don incondicionado de sí mismo: “tenemos que recuperar el sentido de las palabras” (192).

José Carlos Martín de la Hoz

François-Xavier Bellamy, Permanecer. Para escapar del tiempo, del movimiento perpetuo, ediciones Encuentro, Madrid 2020, 207 pp.