Pueblos abandonados, pueblos muertos

 

Están de moda los pueblos abandonados. Es un concepto con significado propio, cargado de sentimentalismo y que ha sufrido una publicidad mayor en la medida en que recientemente se ha hecho un plan público para intentar revivir alguno de ellos. Hay siempre gentes con fortunas de cierta entidad que estarían dispuestos a comprar un pueblo, siempre y cuando pueda tener una utilidad, a veces de lugar residencial para quien huye de las ciudades, a veces de solitarios que buscan el campo lejano, otras veces cuando se calcula que puede tener un rendimiento en la hostelería.

Se escuchan quejas de personas que viven en un pueblo casi abandonado y piden ayuda a las autoridades para mantenerlo, considerando que es un bien social y que, con el tiempo, se puede considerar útil. Pero es indudable que hay muchos lugares que no tienen ningún futuro, por lejanía, por la dificultad económica de mantenerlo vivo, por falta de interés. Si un pueblo en lo profundo de la meseta castellana o en los valles del Pirineo no tiene unos medios claros de subsistencia, sería ilógico que la Administración pública lo mantuviera vivo.

Para los habitantes, casi solitarios, de estos lugares, los sentimientos son distintos. Para alguien que ha trabajo años y años en las tierras, en los huertos, en la ganadería de aquellos lugares, el hecho de que la gente vaya desapareciendo, es algo que llena de tristeza. Pueden incluso no entenderlo. Esas personas que se van, aquí tenían un trabajo, de cultivo, de atención del ganado, eso sí, casi siempre un trabajo muy duro. Y piensan en la vida más fácil de la ciudad, quizá sin ser muy conscientes del riesgo de paro que existe precisamente en los lugares que se les antojan adecuados.

No es un fenómeno de ahora. Ya en 1988 Julio Llamazares escribía una novela maestra que transmite al lector esa pena por el desastre, por el abandono. Se habla de un pueblo del Pirineo de Huesca, Ainielle, que comenzó a desaparecer en los años 70. Con once casas y una iglesia, no tuvo nunca más de 83 habitantes. Gentes muy humildes, que vivían de lo que da la tierra y de la caza. Dicho esto, parece como si se acabara sin más la historia, pero leyendo a Llamazares es más fácil meterse en los sentimientos, en las genealogías, en las diversas familias, en cada casa del pueblo.

Leyendo este libro es más fácil comprender el modo de vida, extremadamente sencillo, aunque económicamente seguro. Era impensable que les faltara alimento, pues esos pequeños huertos daban de sobra para cada familia y para algún regalo a un vecino. Y la caza era relativamente fácil. Pero la soledad puede llegar a ser un peso muy grande. Y los hijos van creciendo y ya en los años 70 y 80 todos buscaban estudios fuera y era impensable que volvieran.

Los sentimientos del último habitante son dolorosos. En la novela de Llamazares se manifiestan con profundidad. Pero cuando en la televisión aparece un reportaje, un paisano que nos cuenta sus problemáticas y sus penas, uno puede pensar sin más en que no hay más remedio. Con el tiempo quedarán ruinas en diversos lugares del campo, y alguien contará una historia.

Algunos expertos sí dan datos para pedir a la Administración pública una ayuda. Al parecer el aumento de incendios se debe al monte bajo sin cuidar. Cuando había rebaños de ovejas y vacas, estaba limpio. Pero si se abandonan las zonas rurales, el campo no se cuida.

Ángel Cabrero Ugarte

Julio Llamazares, La lluvia amarilla, Seix Barral 1997