Reformular las virtudes

 

El profesor Juan José Pérez Soba, Ordinario del Pontificio Instituto Teológico Juan Pablo II para la familia, nos recuerda en su último trabajo la importancia de redescubrir la radicalidad del concepto de virtud en el marco de la dignidad de la persona huma y la llamada a la felicidad que Dios ha grabado indeleblemente en nuestro interior al crear nuestra alma.

Efectivamente, en breves palabras, resumirá la sustancia de su importante trabajo: “Es la persona la que ha de ser feliz, no solo sentirse feliz. Lo que está en juego no es un sentimiento, que pasa, sino una transformación interior que permanece. Ser feliz hace referencia a la realización de una vida plena, sin la cual no cobra sentido” (27). Así pues, la primera característica de la virtud es el concepto de admiración: “La virtud tiene el atractivo propio de la grandeza humana que manifiesta en un horizonte de vida completa, de una felicidad que da sentido a sus acciones” (29).

Enseguida nos recordará que, para el cristiano, la vida en Cristo es siempre horizonte y modelo, pues la humanidad santísima de Cristo estaba llamada a la plenitud “en un crecimiento humano en un camino único hacia el Padre” (31). Es más, según san Máximo confesor, lo que deslumbraba en la transfiguración de Cristo era “la perfección de la carne de Cristo embellecida por las virtudes” (32). Por eso, afirmará Benedicto XVI: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un. Nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (“Deus Caritas est”, n. 1).

Indudablemente santo Tomás comenzará por tomar de Aristóteles el concepto de la felicidad de la vida virtuosa y lo ampliará con la mirada contemplativa de las bienaventuranzas: “La auténtica felicidad que necesariamente pasa por una unión con Dios, ilumina el papel de las virtudes, pero precisamente en cuanto exceden las posibilidades humanas” (37). Asimismo, no olvidemos que dentro de las virtudes tiene mucha importancia la prudencia, como “auriga virtutum”: “Esto es lo propio de la prudencia, su capacidad de reconocer un sentido de plenitud en la acción y dirigirla a él (126). Enseguida añadirá: “Esto es esencial para la consideración de la prudencia, que es la clave para el conocimiento moral y que no está negada por la caridad, sino potenciada en su labor de ordenación” (127).

Lógicamente, nuestro autor no obvia la crítica modernista del concepto de virtud: “no podemos concebir la virtud como una realización individual y voluntarista, debida a las fuerzas naturales, pero ajena a las relaciones personales”. Para, enseguida, presentar una solución: “el fundamento afectivo de la virtud es el que corrige este error por su valor de vínculo y comunicación y, además, nos sirve para entender mejor su sentido de fundamento permanente” (141).

Indudablemente, el don divino de la libertad entregado al hombre hace que cada acto libre, por amor, se transforma en la aplicación de la energía de la libertad en la donación incondicionada a Dios y a los demás. La virtud sería el fruto maduro y prudente (153).

José Carlos Martín de la Hoz

Juan José Pérez Soba, ¿Por qué las virtudes?, Didaskalos, Madrid 2023, 242 pp.