Sorprende comprobar la cantidad de hombres (pocas mujeres) que viven dominados por el futbol. Personas importantes, con un cargo influyente, con un trabajo absorbente, a veces con demasiadas horas de dedicación. Hombres con una familia bien nutrida, que requiere dedicación, pero que cuando llega el partido de futbol de su equipo no están para nadie. Les absorbe en su totalidad, se olvidan de que tienen asuntos pendientes con los hijos, que deben llamar a un amigo para un asunto importante, que tiene asuntos que solucionar…

Si hay futbol ya no hay nada más. Nada es nada. Y resulta que su capacidad de concentración, a veces pobre en su trabajo, insuficiente en sus ratos de oración, es impactante cuando está delante del televisor, embebido en el partido, que puede ser contra un equipo europeo en la Champions League o contra el último equipo de la liga española. Da igual, es su equipo y vive aquello como si le fuera la vida.

Y gritan ante una jugada que pudo ser gol. Profieren unos gritos que no darían en ninguna otra circunstancia. Claro, no se van a poner a gritar así en su trabajo, no hay ningún motivo de importancia en ese ámbito que le lleve a vivir con semejante intensidad su tiempo. Tampoco darán esos gritos en una reunión con unos amigos tomando una cerveza, salvo que lleven tres y, claro, entonces todo puede ser. Probablemente ni siquiera en un incidente en la carretera lleguen a gritar, a quien le ha hecho una jugada, con la misma vehemencia del casi gol del partido de su equipo.

Ni hablar de atender al niño que viene con unos problemillas pendientes de llevar resueltos al cole al día siguiente. “Mira chico, otro día que hoy hay partido…”. El problema es que hoy en día hay torneos para hartarse. Si no es la liga es la Copa de Europa y si no un amistoso. Y, si añadimos los de la selección, son casi infinitos los partidos televisados. Aunque en este caso la actitud es distinta. No se dan gritos, más bien se tiende fácilmente a la crítica despiadada. Es la selección, no es su equipo.

Esta locura por el futbol es, así mismo, de auténtica demencia cuando advertimos las cantidades de aficionados que se ponen en movimiento para asistir en el estadio. Las banderas, los gritos, las aglomeraciones, medios de transporte saturados, cantilenas del equipo. Lo que no harían por casi ningún otro acontecimiento lo hacen por el futbol.

Y luego hay padres para los que su única tarea intocable del fin de semana es llevar a su hijo al futbol. Está convencido de que lo mejor que le puede ocurrir a su hijo es ser una estrella de este deporte. Es lo más grande. No es que vea conveniente que el chico haga deporte, porque entonces un día lo llevaría a pasear y otro a nadar en la piscina, y tantas otras posibilidades. Pero no, aquí lo que priva no es que el niño se divierta o haga un deporte adecuado, sino que lo decisivo es que su hijo pueda ser un genio, que salga en los periódicos y gane mucho dinero.

Y así, se puede observar, cómo en los partidos en los que su hijo compite el papá está chillando como loco, a veces al hijo para que despierte, pero sobre todo al pobre árbitro que tiene que sufrir todas las barbaridades de los papás obsesionados.

Los hijos pueden tener mejores o peores notas del cole que, total, son pequeños. Pueden entender mejor o peor por qué la misa del domingo. Pero les debe quedar bien claro que tienen que ser lo mejor en el futbol. No les importa demasiado el hijo, es más bien su obsesión futbolera, que llega a semejantes exageraciones.

Ángel Cabrero Ugarte