Me he encontrado a menudo con personas inteligentes, cultas, que reconocen que no se atreven con la poesía. La verdad es que lo siento por ellas, pues pienso que los lectores de poesía somos privilegiados, porque tal vez solo en la mejor música se encuentran momentos equiparables a lo que se experimenta con la lectura de un buen poema o incluso de un solo verso. No es algo que se pueda explicar fácilmente, hay que experimentarlo.

Recientemente he leído tres poemarios, diversos tanto en el fondo como en la forma, pero que guardan algunas concomitancias que me han llevado a escribir este artículo. El primero ha sido Lírica de lo cotidiano (Renacimiento, 2019) de Miguel Ángel Herranz, cuyo contenido responde bien al título, pues se trata de versos más bien breves, escritos muy al hilo del vivir diario. El tono general es crítico e irónico sobre la sociedad actual, aunque el trasfondo me parece que es bastante común al de muchos autores –no solo poetas– contemporáneos: escepticismo, pesimismo un tanto conformista, porque no se auguran cambios ni soluciones para la crisis cultural y moral actual. Son buenos poemas, aunque algunos me han parecido demasiado prosaicos, pero el lector se topa con joyas como el arranque del texto: ¡Corred!, corred // al pie de los cantiles // donde la mar se abate // vestida de novia. Hay excelentes fragmentos en prosa.

El tercer poemario, en orden cronológico de lectura, ha sido Jardín con biblioteca (Cálamo, 2020), de Carlos Aganzo. Cabe destacar la cuidada y elegante edición (en este aspecto, es el mejor de los tres). Se trata del cuarto volumen de la tetralogía iniciada por el autor en 2011, con la que denuncia la crisis actual. Aquí se fija sobre todo en el abandono de uno de los pilares de Occidente, la cultura greco-latina clásica, a través de poemas que rememoran lugares, sucesos, personajes ilustres de entonces y en los que se avisa también sobre la decadencia. Pienso que aquí hay un cierto avance en comparación con el poemario de Herranz, pues se sugiere un trayecto para la recuperación, una búsqueda en lo mejor de los orígenes. Versos cuidados, sonoros, entre los que destaco el último, una elegía a un amigo y maestro fallecido, que comienza así: Ramas de lino ardiendo // recuerdan cómo pasa //  la gloria de este mundo, // veloz en su destino antojadizo.

El segundo poemario leído es De la vida al verso (Verbum, 2020) de Beatriz Villacañas. En los poemas, hay frecuentes referencias a sucesos y recuerdos de la vida de la autora y a su entorno, también trata sobre la tarea poética, entre otros temas, a los que hay que añadir interesantes intuiciones, como fruto de la reflexión y de la contemplación: De la nada no puede surgir nada, // ningún azar ni Big bang primigenio, // y de la nada nunca nace el genio. Pienso que, en este libro, se da un avance en comparación con los dos anteriores, por las referencias a la herencia judeo-cristiana, el otro gran pilar de nuestra cultura. Aquí hay trascendencia, aquí se atisba el amor humano y el divino, aquí nos acercamos al misterio profundo de la existencia, con luces, sombras, pero con esperanza. Formalmente, Beatriz Villacañas vuelve a sorprendernos con su capacidad para armonizar tradición y originalidad. Siguiendo la estela de su padre, domina la lira, el soneto, el verso endecasílabo, pero también los haikus y el verso libre. En mi opinión, es el mejor de los tres poemarios, todos de notable interés y calidad. No tengan miedo a la poesía.

Luis Ramoneda